En los últimos dos días Alejandra se había cerciorado, al cien por cien, de que su nuevo y desconocido amigo seguía siempre el mismo camino. Tenía planeado a la perfección, según ella, la forma de hacerle llegar ese regalo que había escogido para él. Quizá podía resultar un poquito enfermizo a ojos de cualquiera —sería por ello que ni siquiera se aventuró a compartir su “locura” con Eva—, pues no era ni muy lógico ni coherente sentir esa fascinación por alguien del que no sabía nada. Pero lo sentía así, no podía evitarlo.
Sentía que ese joven formaba parte de su vida de algún modo, como si fuera más importante de lo que a simple vista pudiera parecer y como si, de veras, sus vidas debieran enlazarse de algún modo. A lo mejor, esa apreciación se debía a su enorme deseo por una vida plena y normal, de la cual carecía, y a desarrollar la ilusión de cualquier chica de su edad. No iba a negar que eso podía ser el verdadero origen de su enorme interés por aquel muchacho, pero le daba igual. Fuera lo fuere, sin embargo, ese sentimiento era real e indiscutible. Además, su vida no era tampoco lo típica y normal que debiera ser, ni mucho menos; así que podía permitirse un comportamiento extraño e intentar sentirle más cercano a ella, aunque él nunca llegara a enterarse.
—Siempre he creído en el destino —dijo para sí en un susurro, inculcándose el coraje que pudiera faltarle—, y sé que esto es algo que tengo que hacer.
Se envalentonó y, justo cuando veía que su desconocido se disponía a cruzar la calle, ya de vuelta a casa, dejó caer desde la ventana un rollo de papel con una bolsita pequeña colgando de la gomilla. Lo hizo con increíble cuidado y se escondió de inmediato para evitar que pudiera verle, sin poder comprobar, por tanto, que el regalo había caído en el sitio que pretendía.
Se puso enormemente nerviosa y ahí escondida, con el corazón a mil y la boca seca, contó hasta diez para volver a asomarse y comprobar que todo había salido bien. Con gran sigilo asomó la cabeza, tapándose lo más que pudo con la cortina. Sintió arreboladas las mejillas y tanto calor en la cara que se preguntó si le habría subido la fiebre.
Entonces le vio agacharse, con cara de desconfianza, y con un dedo rozó el rollo. A Alejandra le hizo gracia esa expresión tan confusa y la forma en que tanteaba que aquello no fuera peligroso. Pero, pensándolo bien, tampoco le pareció demasiado rara su reacción.
<<Cualquiera haría lo mismo>>, se dijo.
Y al fin lo cogió.
Cuando vio que el chico comenzaba a retirar la gomilla, aún con cautela, Alejandra se llevó un dedo a la boca inconscientemente y comenzó a morderse la uña, igual que un roedor mordisquea la pata de una silla. El chico desplegó el papel y vio una imagen que le fascinó, su cara fue un claro reflejo de ello, así como esa especie de gritito ahogado que moduló. Ver ese póster indiscutiblemente retro, de la primera película que se hizo de Star Wars, le hizo incluso dar un pequeño brinco de la alegría.
A la chica aquello le hizo tanta gracia que tuvo que volverse al interior de su cuarto para soltar a gusto una risotada. Volvió de nuevo a observarle, feliz por lo que había logrado y, esta vez, le vio abrir la bolsita que también formaba parte del regalo. Con nerviosa rapidez se dispuso a sacar lo que había dentro, dejando ver una pequeña figurita a modo de llavero de uno de los personajes de la saga: C-3PO. Ahí, el joven, se llevó una mano a la boca con manifiesta sorpresa.
Una vez se repuso del entusiasmo recobró la compostura al comprobar que las personas que pasaban por su lado le miraban unos, con expresión divertida; otros, como si estuviera loco. Carraspeó un par de veces y viró cuidadosamente la mirada de un lado a otro, como buscando algo —o a alguien— que le estuviera observando, pero no lo encontró. Volvió a guardar la figura en su bolsita y a enrollar el póster y, justo cuando lo iba a guardar en su mochila, algo le hizo dudar. Alejandra interpretó aquello como que el joven tenía cierto reparo en llevárselo, puesto que no podía saber —ni imaginar siquiera— que era para él. Cruzó los dedos, suplicando por que no terminara dejándolo en el suelo a la espera de que otro lo cogiera.
—Venga, no seas tonto —musitó, cerrando los ojos—. No puedo hacer que entiendas que es para ti…
Pasarían un par de minutos, él dudando y ella suplicando internamente, cuando le pareció escuchar la voz de su hermana al otro lado.
—Perdona, no me he dado cuenta —le oyó decir.
—No pasa nada, yo tampoco iba muy atento —respondió él—. Ten.
Alejandra vio cómo la carpeta y algunos papeles de Eva estaban en el suelo y ambos los recogían. Entones su gemela cogió el póster enrollado y lo extendió en su dirección.
—Toma, esto es tuyo.
—Eh… —hesitó el chico, cogiéndolo finalmente— Sí, gracias.
No hubo más, simplemente cada cual siguió su camino.
La puerta de la entrada principal se escuchó poco después y, desde su habitación, oyó a su hermana gritar un <<¡Hola!>> general.
—Hola, Eva —respondió Alejandra apareciendo por las escaleras—. ¿Qué tal el día?
Esta, antes que nada, salió corriendo y le dio uno de esos abrazos suyos cargados de cariño.
—¡Hermanita! —exclamó, extrañamente feliz— Todo bien, ¿y tú cómo te encuentras hoy?