Donde habla el silencio

6

Había perdido la cuenta del número de veces que se levantó aquella noche. Sentía el cuerpo más rígido que de costumbre y le pesaba como en pocas ocasiones recordaba. Cada vez que se decidía a incorporarse, podía comprobar hasta qué punto estaba sudando: un sudor frío y copioso al que sus músculos respondían con leves temblores, completamente involuntarios.

Fueron varios los momentos en que se sintió tentada por tocar el timbre que tenía junto al cabecero de la cama, pero no deseaba despertar a sus padres de un sobresalto. Además, ya se imaginaba lo que ello podría acarrear. En menos de veinticuatro horas sus invitados empezarían a llamar a la puerta; no quería ni pensar en que decidiesen posponerlo por estar ella mal. Total, al fin y al cabo, siempre lo estaba en mayor o menor medida; así que no iba a alarmarse por sentirse peor que de costumbre.

Una vez más, a pesar de intentar luchar contra ese impulso, tuvo que volver a hacerlo.

Con dificultad y mayor fatiga se dispuso a salir de la cama. El estómago estaba especialmente revuelto y sentía cómo la bilis se agolpaba en su garganta. Lo más deprisa que sus torpes piernas le permitieron, se dirigió al cuarto de baño. Pero en esta ocasión, sin entender por qué, su cuerpo terminó quebrándose. Cayó de bruces contra el suelo y, sin poder contenerse, vomitó sobre la alfombrilla que se encontraba a los pies de la mesita de noche.

No entendía el porqué del estado en que se encontraba, no había hecho ni comido nada que pudiera causarle semejante daño. Durante varios minutos se quedó tendida allí mismo, intentando relajarse y para recobrar algo esas fuerzas que le habían abandonado. Respiró hondo y cerró los ojos. Aún sudaba, pero ahora sentía mucho frío. Estiró el brazo más cercano al colchón y tiró del edredón para, como pudo, echárselo encima y lograr combatir aquel escalofrío.

El amanecer aún no se había producido y sin embargo, cuando al rato abrió los ojos, ya la luz que entraba por su ventana era cegadora. Quiso frotarse los ojos para ayudar a que se acostumbrasen a la luminosidad, pero los brazos le pesaban demasiado. Probablemente fueron varias las horas que estuvo dormida. Recordó sentirse agotada, exhausta hasta el extremo, y quizá perdió el conocimiento; no podía estar segura. Hizo el amago de incorporarse, mas, de nuevo, volvía aquel malestar que le había atacado durante toda la noche. Notó que la vista no terminaba por adaptarse, que su visión era bastante más borrosa que las últimas veces que se encontró así. Y entonces sí se asustó.

De nuevo intentó levantarse, nerviosa. No conseguía que sus piernas respondiesen a lo que su cerebro ordenaba. Sentía un hormigueo intenso desde el espinazo, pero nada.

No entendía a qué podía deberse.

—Ma…má… —musitó.

El agobio creciente que se apoderaba de ella al verse tan imposibilitada hizo que las lágrimas comenzaran a aparecer. Apretó los ojos para evitarlo, pero ni siquiera eso pudo lograr.

El hedor a vómito que tenía junto a ella le hizo sentirse fatigada nuevamente y le revolvió el estómago. No comprendía lo que estaba ocurriendo, por qué pasaba aquello si ella había estado bien el día anterior. El miedo por hallar la respuesta le invadía, cada vez más, hasta el punto de sentir que le faltaba el aire. Comenzó entonces a llorar sin consuelo, luchando y esforzándose por hacer que su cuerpo le respondiera; pero todo era inútil. No sentía dolor, solo pesadez; una tan grande que le impedía poder moverse más allá de unos centímetros. No había golpes o contusiones que pudieran mostrar cuál era la causa de su estado actual, por lo que supuso que el origen del problema debía ser otro y pensar en ello le erizó la piel.

Entre sollozos llamó a sus padres y a Eva, una y otra vez; a veces más en silencio que con voz, pero nadie aparecía. Dormían, era lo más probable.

Sacando fuerzas de flaqueza y con un empeño y voluntad que no pensó que tendría, se ayudó del somier para lograr moverse. Muy poco a poco fue consiguiéndolo y pudo, mínimamente, incorporarse apoyando su peso sobre el lateral del colchón. Tuvo que respirar hondo durante varios segundos antes de calmarse, pues el sobreesfuerzo había sido exagerado. Sudaba, esta vez por puro agotamiento, y sentía los músculos en tensión, tanto, que trepidaban un poco.

Entonces, al fin, pudo llegar al timbre junto al cabecero.

Lo presionó de forma consecutiva, hasta asegurarse de que retumbaba en todas las habitaciones de la casa. Dejó caer el brazo una vez oyó, al otro lado de la puerta, unos pasos en carrera que intuyó se dirigían a su dormitorio. Cuando sus padres aparecieron y la vieron en semejante estado, no perdieron tiempo en llamar a la ambulancia.

En el momento en que llegó al hospital ya había una cama reservada a su nombre. Sintió escalofríos al revivir aquella experiencia; una experiencia muy similar a la que vivió ese verano. Aquella vez estuvo un mes entero ingresada, debatiéndose entre la vida y la muerte; entonces fue consciente de ello, aunque no lo hablara con nadie. Y, en esta ocasión, algo le decía que sería muy parecido.

Desde que llegó, hasta bien entrado el mediodía, estuvieron haciéndole todo tipo de pruebas: TAC, análisis de sangre, ecografía… Una vez aquello terminó, se sentía tan agotada que se quedó dormitando durante un buen rato. Cuando se despertó, no sabría decir cuánto tiempo después, comprendió que la hora de la merienda ya había pasado, aunque su bandeja seguía allí, intacta. La luz comenzaba a abandonar la habitación, dejándola en una penumbra que le hacía percibir el ambiente de forma un poco inquietante.




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