Donde habla el silencio

7

El frío le hizo despertarse de golpe.

La habitación seguía a oscuras, por lo que supuso que no habría dormido más de un par de horas. Aunque, curiosamente, se sentía como si hubiera descansado durante días. El malestar del día anterior parecía haberse desvanecido como por arte de magia y no pudo sino sentirse agradecida por ello. Era extraño, jamás una dolencia semejante desaparecía con tanta facilidad. Pensó en ello, cavilante, hasta que de nuevo el frío se hizo demasiado notorio, haciéndole centrarse en él. Miró en dirección al ventanal y vio que estaba abierto de par en par, cosa que le pareció extraña. Con una agilidad insólita —nada propia en ella— se apresuró a cerrar los cristales.

Al asomarse a la ventana pudo observar con detenimiento los alrededores del hospital. Nunca lo había hecho. La quietud y el remanso que proporcionaba la noche a aquel triste lugar le resultó muy agradable, creándole una sensación de paz que creyó nueva para ella. A pesar del frío, la brisa era envolvente y palpitante. Parecía entrar en su cuerpo, como si quisiera atraparla y llevársela. Cerró los ojos, sintiendo y asimilando aquella curiosa tranquilidad que la invadía. Le pareció que el aire le susurraba algo al oído con ese típico sonido sibilante. Soplaba suave y, de repente, el frío ya no le hacía estremecerse; sino todo lo contrario. Algo en su mente le hizo querer formar parte de todo aquello para no dejar de tener esa maravillosa sensación. Sentía felicidad; como si ya no hubiera problemas en su vida, como si fuera ajena a todo ello.

Cuando abrió los ojos la oscuridad ya se había marchado, dando paso a una luz increíblemente cálida y acogedora. La ventana que se abría ante ella parecía ahora un camino hacia esa apacible luminosidad, la cual, sentía la enorme tentación de atrapar. Posó un pie sobre el alféizar y luego el otro. Estaba dispuesta a saltar, sabía que esa luz le recogería y abrazaría, protegiéndole para siempre.

—¿Alejandra? —oyó decir a su espalda.

Se giró de súbito al escuchar la voz de su madre, pero ella no la estaba mirando. Cuando dirigió sus ojos al interior del cuarto, este seguía en la misma penumbra del momento en que despertó. La luz, esa inconmensurable y magnífica luz, no se extendía más allá de su cuerpo.

Entonces lo que vio a continuación le aterró.

Su madre continuaba junto a la cama, de espaldas a ella; pero seguía llamándola, cada vez con más angustia en la voz. Alejandra se acercó con precaución y especial lentitud.

—Mamá, ¿qué te pasa? —musitó con preocupación— Solo iba a cerr…

—¡Alejandra! —gritó Elena.

Salió corriendo de la habitación, obviándola y dejándola completamente sola. Ella, en silencio, pensó en volver a la cama. Pero vio que esta ya estaba ocupada. Su propio cuerpo se extendía a lo largo del colchón, callado y tranquilo, ajena a todo. Se quedó estática, tratando de comprender lo que estaba ocurriendo. Observó a esa chica que ocupaba su cama como si la viera por primera vez. Como si se tratara de alguien a quien no conocía y con la que no tenía nada que ver.

—Espere fuera, por favor —se escuchó.

El médico de guardia y un par de enfermeros entraban con premura en la habitación dejando atrás a su madre, que lloraba en la puerta.

Todos la ignoraban. Pasaban por su lado como si tal cosa; como si, simplemente, ella no estuviera. Como si no existiera. Observó lo que hacían con esa chica que se encontraba en la cama, esa que era idéntica a ella. Intentaban despertarla una y otra vez, de diferentes formas y con distintos medios, pero no lo conseguían.

—Tiene pulso —dijo la enfermera—, pero muy leve.

Alejandra, ante cada intento, sentía que se quebraba, que internamente algo se rompía, algo imposible de arreglarse. Un vacío tan enorme y profundo que le laceraba hasta hacerle sentir ahogo.

Viró de nuevo hacia su madre, que se agarraba el pomo de la puerta como si fuera la única sujeción para permanecer en pie. Sollozaba sin consuelo, dificultándole la respiración. La misma enfermera que acababa de hablar, se acercó a ella. Acogió una de sus manos entre las de ella con intención reconfortante.

—¿Qué…es? —balbuceó Elena, intuyendo de antemano lo que iban a decirle.

En su rostro se podía leer el pánico que sentía. El estado de horror quedaba implícito en esa mirada cargada de dolor y sufrimiento, que intentaba retener las lágrimas y mantener mínimamente la compostura.

La enfermera, sin soltarla aún, respiró hondo antes de contestarle.

—Ha entrado en coma. No hay nada que podamos hacer.

Escuchar aquello fue para Alejandra una gran conmoción. Entender de repente lo que estaba pasando le hizo sentirse al borde de un abismo, uno pesado y asfixiante. Pero ver el indescriptible desconsuelo de su madre, cómo se dejaba caer al suelo y se hacía un ovillo apoyada aún a la puerta, le provocó tal dolor que no pudo más que deshacerse en llanto.

Aquello no podía ser cierto; no podía ser real. Ella estaba ahí, junto a ellos, en la misma habitación. ¿Por qué no querían verla? Estaba llorando y sentía escalofríos. Tenía miedo, muchísimo; estaba aterrada. Eso tenía que significar algo, y es que ella no se había ido. No del todo; aún no. Todavía tenía ganas de luchar y fuerzas para hacerlo. Porque quería vivir. Quería aferrarse a la vida; no renunciar a ella.




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