Donde habla el silencio

8

Mucha gente entraba y salía de su habitación a lo largo del día y, a pesar de que el bullicio era algo que nunca le había molestado especialmente, en aquel momento no podía soportarlo. Odiaba todo lo que veía, lo que escuchaba y, sobre todo, lo que sentía. Detestaba con todas sus fuerzas ese rincón en el que se acurrucaba durante horas mientras dejaba pasar el tiempo entre lágrimas y gritos de crispación e impotencia. Pero daba igual lo escandalosa que pretendiera ser, nadie podía escucharla.

Odiaba esa extrañísima situación en que se encontraba. Todavía no había muerto y, sin embargo, no podía vivir; no tenía esa opción. Y aun así ella se sentía viva, mucho más que cuando de verdad lo estaba. Observaba y examinaba el cuerpo que yacía inmóvil sobre esa cama de hospital; el cuerpo que dormitaba, ajeno a todo, y que día tras día tenía peor aspecto. Los pómulos estaban más señalados que de costumbre, así como las ojeras alrededor de los ojos se pronunciaban, haciendo que las cuencas parecieran mucho más profundas de lo considerado saludable. Todo aquello era evidente a simple vista a pesar de que su madre, cada vez que iba Eva, se empeñara en ponerle un poco de colorete y vaselina en los labios. Intentaba darle el aspecto de un ser con vida, no se daba cuenta de que ella ya había atravesado esa línea, hallándose perdida entre las sombras de una muerte que le acechaba.

Cada día le traían algo nuevo para adornar la habitación, cuando no eran unas coloridas flores, eran unos globos de helio que ataban cerca de su cama. Pero lo que más agradeció fue que su padre, en una de sus idas y venidas diarias, decidiera traerle su querida manta de Star wars, esa en la que tantas veces se había resguardado cuando hacía un poco de frío y no se encontraba demasiado bien. Así que, desde luego, aquel era un muy buen momento para volver a acurrucarse en ella.

Después de varios días haciéndolo había tomado la determinación de dejar de inmiscuirse en las conversaciones que tenían sus padres, casi en susurros, cuando se sentaban junto a su cuerpo mustio. Continuamente se repetían y el resultado era siempre el mismo: uno de ellos, si no los dos, terminaba hundido en un mar de lágrimas y pesimismo. Alejandra lo entendía a la perfección pues era la primera que sentía esa espantosa melancolía y lacerante tristeza, pero ver a sus padres sumidos en tal estado no hacía sino incrementar su odio y sufrimiento en igual medida. Prefería darse una vuelta por el hospital e intentar evadirse tanto como pudiera, aunque el escenario no fuera el más propicio para ello. Nada de lo que se veía o escuchaba por aquellos pasillos podía resultar para nada reconfortante ni alegre, así que no tardó demasiado en volver sobre sus pasos dirección a su cuarto.

Al entrar en la habitación se sorprendió ante el silencio y la penumbra que había. Las luces estaban apagadas y no se escuchaba un solo murmullo. A simple vista no había nadie allí y eso le extrañó mucho. Se acercó a la cama con la intención de, una vez más, observar su cuerpo inmóvil y demacrado. Quizá para gritarle de nuevo, para maldecirle por enésima vez o, simplemente, para volver a llorar junto a él. Entonces vio que algo se movía en la cama y pasó la mano por encima de aquel bulto, olvidando por un momento que ya, el tacto, no era una habilidad que poseyera. No fue capaz de vislumbrar lo que era aquello puesto que estaba bajo la misma manta de Star wars que la arropaba a ella, así que bordeó el colchón y se asomó por el otro lado. Desde esa posición no le costó reconocer a Eva, que se acurrucaba contra su cuerpo y le abrazaba con ademán protector.

Por un momento, a Alejandra le pareció percibir ese calor y afecto que su hermana le profesaba, como si directamente le estuviera abrazando a ella; y aquella sensación le hizo, por un momento, sonreír. Se dispuso a tumbarse también sobre ese lado de la cama, evitando alterar esa tranquilidad que se respiraba en la habitación. Entonces Eva abrió los ojos.

—Te quiero mucho —le oyó decir en un hilo de voz—. Y te echo de menos, no sabes cuánto…

Alejandra, ante eso, creyó por unos segundos que le había visto muy a pesar de tener claro que eso era imposible. Sintió un pinchazo en el estómago cuando, al tenerla cara a cara, notó que le miraba fijamente. Abrió los ojos como platos, esperando que dijera algo más que le hiciera comprender que, en efecto, era capaz de verle. Pero no hubo más indicador pues, tras parpadear un par de veces, su hermana apartó la mirada y la dirigió hacia la ventana. Entonces comenzó a llorar.

—¿Por qué no despiertas? —habló de nuevo, con gran dificultad a causa del llanto—¿Por qué no quieres volver?

Ante cada lágrima de su hermana Alejandra sentía que su alma se marchitaba un poco más. Quería gritar con todas sus fuerzas, decirle que no existía nada que pudiera desear con más fuerza que el volver a abrir los ojos y regresar con ellos… Pero un nudo en la garganta se lo impedía. Con empeño trató de posar su mano sobre la de Eva. Cerró los ojos y los apretó con brío mientras pedía internamente poder calmarla de algún modo, de poder transmitirle que, aunque no pudiera verle, estaba justo a su lado; ahí mismo, con ella.

—No puedo volver, Eva… —susurró, notando que por sus mejillas comenzaban a rodar unas finísimas lágrimas— Simplemente, no puedo…

Por mucho que lo intentara no conseguía nada: ni que pudiera oírle, ni que pudiera sentirle… Absolutamente nada.

La creciente frustración y la impotencia que sentía al verse tan incapacitada le hizo, una vez más, odiarse a sí misma. Esta vez apretó los ojos con rabia y, aún tendida junto a su cuerpo silente, comenzó a golpearle con el puño con toda la fuerza que era capaz de aunar.




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