Donde habla el silencio

9

No necesitó más que aguardar unos pocos segundos hasta que aquel sonido comenzara a tomar forma en sus oídos. Ya no era un simple ruidito agudo y continuo, sino que se asemejaba cada vez más a una voz. Prestó atención —tanta, que empezaba a sudarle la frente— y pudo, al fin, diferenciar en ese eco un matiz de frustración y una palabra: Alejandra.

Alguien pronunciaba su nombre, una y otra vez, como si estuvieran buscándole con desesperación. Sentía la tentación de responder y facilitar que la encontraran, pero algo en su interior le decía que debía tener cautela. Entonces decidió callar y ser ella la que fuese en busca de quien la llamaba. Ayudándose con los brazos, se aferró al borde del agujero y con cuidado fue dejando caer las piernas hasta quedar colgando y, cuando lo vio seguro, se soltó para que sus pies toparan con el suelo. Por un momento había dudado de sus posibilidades para conseguirlo, pero se sentía extrañamente fuerte y ágil, mucho más de lo que llegó a sentirse cuando estaba sana y trepaba a los árboles como una ardilla. No pudo evitar sonreír ante aquel recuerdo, olvidando por un momento la inquietante situación en que se encontraba.

Pero poco le duró. El sonido de la misma voz, que parecía estar mucho más cerca, volvió a meterle de lleno en la realidad. Viró hacia la izquierda, topando con la puerta de entrada a la cocina, que se encontraba a unos cuantos metros ella.

—¿Hola? —musitó casi sin inmutarse.

El corazón empezó a bombearle con fuerza al comprobar que una luz se encendía, asomando bajo la ranura de la puerta cerrada y sin dejar de titilar. Alejandra decidió acercarse y, con pies plomo, llegó al otro lado y apoyó la oreja sobre la madera lacada. Esta vez le parecía escuchar susurros mucho más suaves y tranquilos, cosa que le relajó bastante. Pensó en abrir la puerta y, en cuanto su mano rozó el pomo, algo golpeó con fuerza al otro lado.

—¡Ale! —gritó, esta vez con un tinte de terror, la misma voz.

Y Alejandra por fin la reconoció.

—¿Eva? —respondió con la misma intensidad.

Se abalanzó sobre la puerta y tomó el pomo con ambas manos, pero no lograba girarlo. Su hermana seguía gritando y llamándole desde el otro lado y Alejandra comenzó a patear con todas sus fuerzas la tabla mientras que con los brazos tiraba de la manilla. Sudaba de pies a cabeza, más por el estrés y miedo que sentía por Eva, que aún gritaba, que por el enorme esfuerzo que hacía su cuerpo.

—¡Eva! —la llamó de nuevo— ¡Eva, ya voy!¡Estoy aquí!

Todas las luces de su alrededor comenzaron a encenderse y apagarse sin parar y algunas bombillas explotaban ante aquella presión. Alejandra continuaba golpeando la puerta y llamando a su hermana, quien seguía dentro pronunciando su nombre. Los golpes se reanudaron, esta vez al son de las luces, creando un ambiente aún más asfixiante y desesperante, tanto, que Alejandra no pudo aguantarlo más y se dejó caer sobre sus rodillas. Se tapó los oídos y cerró los ojos con fuerza, empapados en lágrimas y sudor.

Entonces todo cesó: las luces se apagaron por completo y los golpes se silenciaron al fin. Pero también Eva se había callado. Alejandra solo abrió los ojos cuando escuchó el suave chirrío de la puerta de la cocina, que se abría lentamente ante su aterrada mirada. Le temblaba todo el cuerpo y sentía escalofríos, pero no tenía claro si porque tuviera frío o calor. Aún acurrucada sobre sí misma sentía cómo las pulsaciones parecían, poco a poco, volver a su estado natural.

—¿E…va? —emuló sin apenas voz.

Aunó toda la valentía que pudo y a gatas de aproximó a la entrada de la cocina. Ayudándose con la jamba se levantó muy despacio y, sin adentrarse más, volvió a llamarla:

—¿Eva? —nada, no le contestaba— ¿Eva, estás ahí?

Completo silencio.

Alejandra tragó saliva y entró. Sin despegar la espalda de la pared, siguió el camino que esta le marcada hasta dejar bordeada toda la mesa. Y fue ahí cuando la vio.

—¡Eva! —corrió hacia ella y se arrodilló a su lado.

Su hermana estaba sobre el frío suelo de mármol, boca abajo y hecha un ovillo sobre sus piernas. El pelo liso y largo caía como una cascada hacia abajo y los lados, cubriéndole la cara. Temblaba, claramente. Alejandra, algo confusa e insegura, posó su brazo sobre la espalda encorvada de Eva y esta se abrazó, encogiéndose aún más.

—Hermanita —le susurró con cariño y juntándose más a ella—, ya estoy aquí. Estás a salvo. Nadie va a hacerte daño.

—…he…cho…

—¿Qué? —inquirió con suavidad— No te oigo.

—Ya está hecho…

—¿Qué está hecho?

Por toda respuesta, sin alzar la vista siquiera hacia ella, Eva mostró sus antebrazos a Alejandra. La sangre corría desde sus muñecas con lentitud pero sin pausa, tiñendo gota a gota el suelo de un rojo intenso.

—¿¡Qué…¡!? ¿¡Qué has hecho!? —preguntó con horror y sin poder evitar gritar— ¡Dios, mío, Eva! ¡Hay que llevarte al hospital! —se levantó de un salto y tiró de su hermana para tratar de arrastrarla con ella, pero esta no se movió— ¡Levanta, maldita sea!

Al ver que no le hacía caso, llamó a sus padres a voz en grito; pero tampoco hallaba respuesta alguna. Cogió dos trapos del cajón más próximo y los apretó contra las muñecas de su hermana.




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