Alejandra estuvo sentada junto a Elena y Eva, durante horas, en el rincón entre el sillón y la pared que bordeaba el baño. Había escuchado el relato de su hermana sobre aquella pesadilla y cómo y por qué se sentía de ese modo. Su madre escuchaba atenta y hablaba con ella con la clara intención de asegurarse de que su hija no mantenía, de verdad, esa espantosa idea en la mente. El solo hecho de pensar en aquello de lo que hablaba su hermana, de recordarla en ese estado de enajenación y fragilidad total que vivió con ella en su sueño, le erizó tanto la piel que incluso llegó a dolerle.
Dejó entonces su mente divagar, por unos minutos, para adentrarse en ese desagradable sueño que, aunque supuestamente pertenecía a su hermana, había sentido completamente suyo. ¿Cómo pudo ocurrir aquello? ¿Quién entró, de ser así, en el sueño de quién? Por mucho que intentaba entenderlo no le veía sentido. Si fue fruto de la mente de Eva, ¿cómo pudo ella tener autonomía, conscientemente, dentro de lo que en teoría dominaba un cerebro ajeno? Si, por el contrario, era suyo, ¿cómo Eva lo recordaba y sentía, además, con tanta claridad?
Eran muchos los interrogantes que le asaltaban y se agolpaban en su mente en referencia a esa última reflexión. Posó sus pensamientos en un sinfín de hipótesis, las cuales, siempre le llevaban a una misma conclusión: el sueño era de Eva, y ella pudo entrar e interactuar en él bajo su propio arbitrio y no el de su hermana. Pero ¿cómo? No intentó hacerlo, ni siquiera pudo plantearse algo semejante. Y, sin embargo, allí estuvo. Lo último que recordaba previo a aparecer en la habitación de su gemela y a toda aquella pesadilla fue estar tumbada sobre su cama del hospital, al otro lado de su cuerpo inerme, esperando poder consolarla de algún modo. Y entonces Eva se durmió, o eso pensaba Alejandra, pues no recordaba haberla visto dormir.
Eso podía significar que también ella llegó a dormirse, a la vez que su hermana, y de algún modo conectó con ella o con su mente o con ese sueño o… No podía saberlo, pero el caso era que apareció allí y habló con ella y le ayudó; sus palabras le hicieron recapacitar sobre ese espantoso pensamiento que guardaba para terminar apartándolo. Pero el punto más importante para Alejandra en aquel análisis era comprobar que Eva era consciente, vívidamente, de ello; de la conversación que ambas mantuvieron. Y eso, a pesar de lo rebuscado, fantasioso o surrealista que pudiera parecer, dejaba claro que pudo comunicarse con ella de una manera tan directa como cuando lo hacía en vida. Ambas recordaban los detalles, por muy difíciles que fueran de describir. Pero estaban en su mente y eran conscientes de todo lo que ocurrió, Eva se lo había demostrado en el momento en que decidió contárselo a su madre.
A lo mejor podría volver a hacerlo. Quizá ahora, con esa extraña existencia que vivía, era posible hacer cosas como aquella. ¿Cabría la posibilidad de que, si se empeñaba en ello y lo intentaba, volviera a conseguir comunicarse de ese modo con su familia? Al pensar en ello no pudo evitar sonreír, sintiéndose esperanzada por creer tener la llave para contactar con toda la gente a la que amaba, aunque fuera por medio de algo tan ambiguo y falto de corporeidad como lo era un sueño.
Tenía que intentarlo, debía hacerlo. Si existía alguna posibilidad, por nimia e insignificante que pareciera, no podía dejarla pasar. Sentía que, de hacerlo, su alma se lo reprocharía para los restos y eso, en la situación en que se encontraba, probablemente significara toda la eternidad. Así que empezó a planear la manera de hacerlo: lo primero que necesitaba era a alguien durmiendo junto a ella.
Esa noche sería su padre quien pasara la noche en el hospital. Las primeras noches ni él ni su madre lograban dormir, no más allá de algunas irremediables cabezadas. Pero el agotamiento se había adueñado de ellos y, desde hacía varios días y muy a pesar de intentar mantenerse en vela, observándola por si ocurriera el esperado milagro, caían rendidos al poco de acomodarse en el pequeño colchón que se habían agenciado. A pesar de ello, el sueño era ligero y se despertaban más de lo normal. Nunca más, desde que su cumpleaños, habían vuelto a dormir profundamente: ni quien se quedaba con ella ni quien volvía a casa, eso lo sabía de sobra y sintió un pellizco en el pecho al pensar en ello.
Agitó varias veces la cabeza de lado a lado, tratando de no dejarse distraer de nuevo por su lacerante sentimiento de culpabilidad al ya le dedicaba a diario demasiado tiempo. Volvió a centrarse en su plan y, aunque tenía claro el objetivo, aún necesitaba un motivo. Requería de una razón, por llamarlo de algún modo, para que su padre entendiera que no simplemente había soñado con ella. Debía hacerle entender que había mucho más allá. Tenía que ser impactante de alguna manera, pero sin que le resultara una experiencia traumática. Necesitaba cierta sutileza para hacer que comprendiera que, dentro del sueño, su hija había tratado de comunicarse con él. Eva lo supo sin siquiera pretenderlo: le había sentido junto a ella. Con su padre no tendría por qué ser diferente, quiso creer.
El manto de oscuridad que cubría el cielo hizo que la tranquilidad invadiera poco a poco cada rincón del hospital, dejando como único sonido el titilar de la máquina aferrada a su cuerpo lánguido y dormido. Ya Álvaro había apagado la luz de la habitación y se había tumbado en el colchón, aunque tardó un buen rato en dejar apartado el móvil. Justo antes de decidir hacerlo, llamó de nuevo a Eva y Elena para desearse las buenas noches y dedicarse palabras reconfortantes y de ánimo para afrontar la noche y lograr descansar.
Alejandra, cuando vio que su padre finalmente se tumbaba y arropaba para intentar dormir, se acurrucó junto a él y posó un brazo sobre su estómago. Por un momento le pareció que se estremecía levemente al contacto —como cuando se siente escalofríos— y eso le animó, haciéndole sentirse un poco más cerca de él, más capaz de llegar a él. Cerró los ojos e intentó no pensar en nada, pero qué difícil resultaba dejar la mente en blanco cuando quieres obligarte a ello. La respiración de Álvaro resultaba cada vez más relajada, señal de que comenzada a quedarse dormido. Su hija, sin embargo, comenzaba a impacientarse, no era capaz de calmarse. ¿Cómo era posible si ya no era una “persona” tal cual, sino algo más parecido a un fantasma? ¿Incluso en semejante estado uno no puede tener control sobre cosas así? <<Pues vaya gracia>>, pensó.