Donde habla el silencio

12

La brisa era suave y fresca. El sol, cuyo brillo comenzaba a mermar, desaparecía lentamente en el horizonte, dejando un cielo anaranjado que sentía deseos de tocar. Aquella estampa le resultaba maravillosa, más que ninguna otra. Álvaro, asomado al paseo marítimo, veía a sus dos hijas jugando con las palas de madera que compraron ese mismo verano. Realmente, Alejandra solía ser bastante más hábil que su hermana en los deportes, y en ese juego la cosa no era diferente.

—Niñas, dejadlo ya —escuchó la voz de su mujer—. No son horas de playa y empieza a hacer frío.

Las gemelas cesaron de inmediato, pero no con la intención de hacer caso a su madre, sino para salir corriendo, entre risas, a la espera de que Elena se uniese a ellas.

—Ya está bien, chicas. No lo repito, ¿entendido? —dijo esta vez con los brazos en jarra, tratando de mostrarse seria y contundente.

—¡Venga, mami! —gritó Eva— ¡Ayúdame a pillar a Ale!

Álvaro sonrió cuando vio a Elena resignarse y correr tras su hija. Sacó el teléfono móvil y se dispuso a grabar un vídeo, intentando seguirles el ritmo con la cámara. Entonces lo que captó le pareció poco usual: Alejandra paraba en seco, colocaba su mano sobre el pecho y se dejaba caer de bruces, de repente, sobre la arena. El hombre dio por hecho que se trataba de alguna pantomima, la pequeña siempre estaba haciendo teatro de una forma u otra; pero al ver que no reaccionaba a la llamaba de Elena, comprendió que algo no iba bien.

—¡Papá! —sollozó en grito Eva mientras corría hacia él— ¡Papá!

Álvaro no perdió tiempo en bajar a la playa en cuanto reconoció el miedo en la voz de su hija.

—Eva, ¿qué ocurre? ¿Qué le pasa a tu hermana?

La chica le agarró del brazo y tiró de él. Temblaba, pudo notarlo.

—¡Corre, papá! —gritaba con palpitante agitación— ¡No se despierta!

—¿Q…qué?

Corrió, dejando atrás a Eva, hasta donde se encontraba su esposa, que daba repetidas palmadas y zarandeaba sin apenas fuerza a Alejandra para intentar despertarla. Estaba nervioso, mucho; no podría ocultarlo, aunque quisiera.

—¡Álvaro, por Dios, llama a urgencias!

—¿Qué demonios ha pasado? —inquirió mientras sacaba el móvil del bolsillo sin poder controlar los nervios.

—No…, no… No lo sé… —musitó.

A Elena se le quebró la voz a causa de las lágrimas que comenzaban a caer por sus mejillas.

En cuestión de minutos empezó a formarse a su alrededor un corro de curiosos, algunos venían del chiringuito apenas a unos metros y otros, incluso, bajaban del Paseo Marítimo hasta donde se encontraban. Murmuraban entre ellos y Álvaro comenzó a irritarse, aunque trató de mostrarse calmado a la hora de invitarles a que se marcharan. Unos pocos lo hicieron, pero otros tantos no.

Al poco tiempo de haber llamado al teléfono de urgencias, se escuchaba la estridente sirena de la ambulancia al otro lado de la calle. El hombre sintió, al oírla, una mezcla de tranquilidad y temor.

—Abran paso —escuchó momentos después.

Tres personas se acercaban a ellos con una camilla y un maletín de primeros auxilios.

—Gracias a Dios —dijo Elena en un profundo resoplo, entonces se volvió a su hija, que seguía inconsciente entre sus brazos—. Ya están aquí, cielo. Van a ayudarte.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó la médico mientras se arrodillaba junto a ellas y, con cuidado, empezaba a explorarla— ¿Ha habido algún golpe?

—No —respondió Eva, aún llorando y aferrada a su padre—. Jugábamos al pilla pilla y se ha caído de pronto…

—Entiendo —la sanitaria hizo un par de señas a sus compañeros, que colocaron la camilla sobre la arena—. Cuidado con la cabeza, hay que moverla lo menos posible —indicó a los hombres.

No tardaron en meter la camilla cargada con la pequeña en la parte trasera de la ambulancia. Elena subió con su hija sin siquiera comentarlo con Álvaro y, en cuestión de segundos, la sirena volvía a sonar a medida que el vehículo se alejaba con rapidez, desapareciendo al otro lado de la calle.

El gentío comenzaba a mermar, alejándose lentamente de allí. Los murmullos y miradas, cargadas de preocupación y cierto descaro en su mayoría, se perdían junto con ellos. Algunos le dedicaron, antes de dejarles, tímidas palabras de ánimo y suerte. Álvaro, sin ser apenas consciente de todo aquello se sentía, por un lado, atrapado en un bucle de desconcierto y dolor, y por otro ajeno, como si fuera el mero espectador de un hecho del que no podía formar parte.

Y pánico, era todo lo que recordaba de aquel momento. Por mucho que lo intentaba, nada más se le venía a la mente. El terror devoraba cada posible de ese corto, efímero y, sin embargo, eterno recuerdo. Fue el llanto desconsolado de Eva el que le sacó de aquel ensimismamiento. La cría se aferraba a su camisa con fuerza y hundía la cabeza sobre su estómago, llamándole.

—Cariño —susurró, devolviéndole el abrazo. Notó que la voz se le quebraba—, tranquila; vamos con ellas…

—Tengo el coche cerca. ¿Quiere que les lleve al hospital? —preguntó amablemente un señor de bigote canoso que seguía junto a ellos— No me cuesta nada.




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