Donde habla el silencio

13

Alejandra respiró hondo. Sintió que el aire se le atoraba en la garganta aun siendo consciente de que, en su estado, eso era tan imposible como innecesario. Pero observar en silencio y a escondidas toda aquella escena cargada de angustia y sufrimiento, como si de una película se tratase, le hacía sentir que los pulmones se le cerraban y el corazón dejara de bombear. A pesar de ya no poseerlo, todavía tenía sensibilidad en su pulso. Podría explicar su situación sensorial y sensitiva como la que cuentan a quienes se les ha amputado un miembro: no está ahí, pero lo sienten más concienzudamente que nunca.

Y así lo sentía ella, inexistente y palpitante a la vez.

Ese estado sórdido y confuso se acrecentaba a causa de lo que acababa de contemplar. Recordaba que en alguna ocasión había escuchado la historia de ese mismo día, que fue la primera vez en que su cáncer hizo acto de presencia. Siempre habían escatimado en detalles y, visto el dolor que les provocaba, tampoco ella insistía en saber más. Total, ¿para qué? Sus recuerdos terminaban en lo previo a su desmayo, en lo bien que lo estaba pasando y lo feliz que era. Pero, haberlo vivido esta vez como cualquiera de ellos había eclipsado por completo aquella memoria. Ahora, y a partir de ese preciso instante, lo único completamente vívido de esa experiencia serían la congoja, suya y de su familia.

Sin saber cómo su presencia se había extrapolado, teletransportado —o como buenamente pudiera definirse— a la puerta del hospital. A pesar de ser bastante fiel al original, el sueño de su padre había creado una atmósfera más lóbrega de lo que ella recordaba. Internó en el edificio y, acto seguido, se encontraba en el pasillo de su habitación. Una pequeña luz alumbraba apenas aquel espacio, haciéndolo parecer infinito. Frente a ella pasaban enfermeros, médicos, celadores…, pero a tal velocidad que parecían intangibles, más incorpóreos que ella misma. Eran formas difuminadas, como si al mismo tiempo estuvieran y no estuvieran. Y en un banco, junto a una pared gris, estaba su padre.

No sabía si en su caso sería posible, pero recordaba cómo Eva pudo verla e interactuar con ella en la pesadilla que tuvo y en la que se introdujo, por lo que no sería muy descabellado considerar que con Álvaro ocurriera lo mismo. Dudó por un momento en si mantenerse al margen un poco más o acercarse a él, y pensar en ello le hizo sentir cierto temor. Quizá alterar su recuerdo y aparecer ante sus ojos, tal cual, podría resultar contraproducente. O quizá no…Ya que estaba allí, ya que había logrado “entrar” en su mente, no podía perder la oportunidad de comunicarse con él. Pero verle así, con la cabeza gacha y enterrada en sus manos, arrinconado y encogido… Percibía su dolor, su miedo; su desesperación. Y no pudo más que llegar a él y brindarle un abrazo lleno de cariño. Al contacto, Álvaro alzó la vista y las lágrimas se multiplicaron ante la imagen de su pequeña junto a él. Le devolvió el abrazo, más fuerte de lo que creyó capaz, y se deshizo en llanto.

Para Alejandra, aquel instante, más allá del sufrimiento que emanaba, le colmaba de una extraña alegría. Poder sentir el tacto de su padre, tan cálido y real como recordaba, le hizo sumergirse en los recuerdos de ser corpórea ¡Cómo añoraba poder captar el cariño de ese modo! No supo cuánto hasta ese preciso momento. Y entonces, al evocarlo, volvió a embargarle la tristeza. Triste por, probablemente, no poder volver a experimentar aquella emoción, al menos no en su cuerpo físico. Pero si su alma le permitía lograrlo de ese modo, se colaría cada día en los sueños de alguno de los suyos. Estaba segura de que, si lo hacía bien, podría llegar a ser algo positivo y reconfortante para ambas partes: ella, por sentir un atisbo de vida; ellos, para poder percibir su compañía y cuidado.

Álvaro, tras apretar el abrazo a su hija, alzó la mirada para dar con la suya. Más allá del dolor y pesar que mostraba, le sonreía.

—Mi princesa —musitó con un brillo especial en los ojos—. Estás bien, no sabes qué susto nos has dado.

El ambiente que les envolvía, esa bruma oscura que lo cubría todo, comenzaba a aclararse. Las paredes se desvanecían y parecían girar a su a su alrededor, desmantelándose en vivos colores que creaban una atmósfera completamente opuesta a la de hacía apenas unos segundos.

Su padre volvió a abrazarla.

—Hay que decírselo a tu madre, quizá no lo sepa…

—Papi —interrumpió dubitativa Alejandra. Él la miró.

—¿Qué pasa, pequeña?

La chica no quería destruir ese momento de alegría, por muy irreal que fuera, pero tampoco podía engañarle. No había entrado en su mente para eso, sino para hacerles llegar su presencia y poder comunicarse con ellos, pero sin obviar la verdad. Una vez más su presencia había variado los detalles de un sueño. Había interactuado, apareciendo ante su padre, y el dolor se había transformado en alegría. Tenía esa capacidad, lo había comprobado una vez más; así que debía usarlo con sabiduría o podría crear más dolor del ya existente. Y no estaba allí para eso, por supuesto que no.

—Estoy bien…, y estoy aquí —sonrió de manera algo forzada—. Pero no puedo quedarme, no de la forma que queréis.

—¿Qué dices? Ya estás bien, solo ha sido un mal sueño.

—Sigue siéndolo, papá.

La expresión de Álvaro cambió a una que mezclaba incredulidad y preocupación.

—Debe de ser el golpe, chiquitina. Estás confundida…




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