Durante los días siguientes Alejandra pensó que lo mejor era darse un respiro en el empeño de comunicarse con su familia. No porque la experiencia hubiera sido negativa —si bien, no negaría que muy triste y dura—, sino porque el ambiente estaba enrarecido y no tenía ni sentía fuerzas para afrontarlo.
Recordaba cómo aquel día el Dr. Ayloa estaba extrañamente nervioso. Parecía preocupado y su semblante mostraba el de una persona bastante cansada, como si llevara varios días sin dormir. Recordaba también sus manos, entrelazadas tras su espalda, pero sin dejar de moverse. Alejandra apreció al acercarse que le sudaban; y también su frente estaba brillante. Sin embargo, no hacía calor como para eso. Estaba inquieto, no había duda. Lo comprobó cuando le vio hesitar, evitando mirar fijamente a sus padres en los primeros momentos de la conversación que tanto parecía querer obviar.
Por lo que les dijo, finalmente lo había tenido que hablar con sus padres para explicarles por qué ya ellos nada podrían hacer. Que lo mejor sería dejar el hospital y hacer un “ingreso hogareño” pues, dados los resultados, ya no podían albergar esperanza de mejora en su estado en aquel lugar; además de que en un hospital el peligro por contraer alguna enfermedad se multiplicaba, y eso sería una sentencia definitiva para ella. Como si no sonara ya a sentencia suficiente la expresión <<cuidados paliativos>>.
Aunque ella ya lo sabía desde hacía demasiado tiempo, escuchar semejante pronóstico como algo definitivo le hacía sentirse desolada. Ya no por ella, sino por las ilusiones que mantenía a flote a su familia. Vanas, completamente, pero existentes y necesarias para sentir la fuerza de seguir adelante y no desmoronarse. Pero ahora todas esas expectativas sobre una mínima mejoría terminaban por desvanecerse. Y esa pena se podía palpar en el ambiente.
Alejandra, que estaba en el pasillo observando cómo sus padres firmaban toda la documentación necesaria, decidió retirarse y volver a la habitación. La luz que entraba por la ventana era suave y muy agradable, arrojándose sobre la cama en que yacía su cuerpo. Los tímidos rayos del sol dirigían su mirada hacia el rostro de su ser corpóreo, dejando entrever unas facciones más marcadas de lo que creía recordar. Tenía una cara algo más angulosa y, evidentemente, bastante más delgada. Le parecía curioso cómo su físico aún seguía cambiando con el paso de las semanas. No entendía cómo era posible si ya ni siquiera su alma se aferraba a él. En realidad, la vida ya se había estancado, solo su corazón continuaba latiendo, pero eso no era nada para ella. Para ella y para los médicos, que finalmente se daban por vencidos.
—Por qué no te apagas ya, maldita sea —Increpó con rabia al cuerpo tumbado frente a ella, como si no tuviera que ver con ella—. Empiezo a odiarte. ¿Por qué no terminas ya con esto?
Cerró los puños con fuerza y crispación y lanzó un golpe sobre ese rostro pálido y huesudo que ya prácticamente no sentía suyo. Obviamente no ocurrió nada, solo sintió un pequeño calambre al contacto. Pero no podía tocarla, solo los sueños en los que entraba le permitían sentir el tacto de otros; su única manera ya de sentir un vestigio de vida.
Era frustrante.
Entraba en esos sueños para tratar de reconfortar a su familia, para convencerles de que estaba y estaría bien, mejor que nunca. Pero todo aquello era mentira. No estaba bien, para nada. Su estado era el más opuesto a la paz y la tranquilidad de que pretendía hacer gala ante ellos. Y por eso no había intentado comunicarse de nuevo, porque en esos momentos se sentía completamente incapaz de ser hipócrita hasta ese punto. Pero también dejó de hacerlo por ellos, pues su ánimo y entereza se habían mermado claramente desde que el Doctor Ayloa les hizo ver la realidad. Recordaba a ambos buscando la manera de explicar a Eva su regreso a casa. No querían decirles la verdad, no al ciento por ciento. No querían confesarle que ya, según los médicos, la esperanza era en vano y solo quedaba esperar. Si ellos se sentían incapaces, mucho menos podría afrontarlo su hermana.
Y ahí se encontraba, una vez más y varias semanas después, entre las cuatro paredes de la que era su habitación.
Estaba impecable. Su madre había limpiado cada rincón, desinfectado, y vuelto a dejar tal cual lo dejó ella el último día que pasó allí; incluso la carcasa del último DVD de Star Wars que vio permanecía junto a la televisión, mal cerrado, en vez de ponerlo perfectamente sobre la repisa completando el resto de la colección. Pero la huella de limpieza impoluta de su madre estaba presente, de ello no cabía duda. Las cortinas de la ventana y la colcha que cubría su cama olían a ese limpio con tintes frutales que tanto le gustaba. Alejandra aspiró con lentitud un par de veces para llenar sus inmóviles pulmones de ese olor tan característico de su infancia. Eso, unido a la luz clara y cálida del mediodía, le hacían olvidar por un momento que ella ya no necesitaba de todo eso. Tan solo su cuerpo lo requería, pero este era incapaz de siquiera notarlo. De nuevo esa maldita maquina blanca se engarzaba a la cama sobre la que reposaba, enganchándose a ella, y comenzaba con ese tintineo constante que tantísimo detestaba.
—Pi,pi,pi…
Ese sonidito sutil y repetido entraba en sus oídos y se le grababa en el tímpano como si pretendiera perforarlo.
Necesitaba salir de allí. Dejó su habitación y, acto seguido, salió de la casa; donde sus padres y Eva organizaban cada detalle para la nueva etapa que, por segunda vez, se les venía encima.