Cuando estuvo a su lado sintió una enorme felicidad. El corazón le latía con fuerza y de nuevo sentía ese calor en la cara, que se exageró de golpe en el mismo momento en que él alzó la vista y sus ojos se cruzaron con los de ella.
Verdes.
Eran verdes y muy expresivos y grandes. Unas pestañas largas y oscuras cubrían los párpados, quedando enmarcados bajo unas cejas muy pobladas y del mismo color castaño que el del pelo. Pero más allá de lo bonitos que le parecieron, lo que más gustó a Alejandra fue la amabilidad que parecía haber en ellos. Muchas veces había escuchado decir que los ojos eran el espejo del alma y, en ese preciso instante, comprobó cuánta verdad había en esas palabras. Suspiró y, sin dejar de prestar atención, continuó observando al muchacho que tenía frente a ella.
Esa vez llevaba el pelo algo más arreglado de cómo lo recordaba —se atrevería a afirmar que incluso un poco más corto—, pero quedaba claro que era bastante rebelde pues los mechones no terminaban de quedarse en su sitio.
Sonrió.
—Te entiendo —dijo con gracia, como si estuviera manteniendo una conversación con él—. Cuando lo tenía largo, el mío era indomable según decía mi madre.
<<Sin embargo, ahora no es algo de lo que tenga que preocuparme>> pensó, mientras se pasaba una mano por los incipientes rizos que asomaban por su cuero cabelludo. En su mente aquello sonó a lamento, por lo que sacudió un par de veces la cabeza con la intención de apartar cualquier pensamiento que pudiera hacerle sentir mal. A pesar de todo, el destino le había dado la posibilidad de acercarse a él, y eso, gracias a ese extraño estado de “no vida” en que se encontraba. De otro modo jamás hubiera podido así que lo consideró, en cierta manera, una segunda oportunidad que le brindaba la vida para poder experimentar lo que de otra forma no habría podido. Y pensar en ello le produjo una sensación diferente. Encontró un motivo, una ilusión e, incluso, una razón para explicar su situación. Nadie podía verle, pero había comprobado cómo sí podía hacer que la sintieran. Los sueños eran la clave, ya los había usado y, hasta cierto punto, resultaron eficaces. Pero hasta ese momento no llegó a pensar en que, quizá, tenían más alcance del que ella creía, mucho más que para una mera despedida; que, a lo mejor, podía llegar a vivir a través de ellos lo que ni siquiera en vida hubiera sido posible.
Reflexionó sobre ello y, entonces, lo vio más como una puerta abierta hacia un mundo de sensaciones y opciones que, en vida, nadie podría llegar a tener. Aquel estado le daba cierto poder, como el de los cómics que leía sobre mutantes o héroes. Así que, al igual que todos ellos, tenía que aprender a usarlo para exprimir al máximo todas sus posibilidades.
El chico se puso en pie de pronto, sobresaltando a Alejandra y haciéndole volver a la realidad. Se colocó la mochila sobre el hombre derecho y sacó el bonobús del bolsillo del pantalón. Se iba, su autobús ya estaba aquí y él se marcharía. Podía esperar allí u observar desde la ventana de su habitación como hacía antes.
—O puedo ir —dijo, no muy convencida.
La fila en la parada empezaba a reducirse. Él subiría en cuestión de segundos y se marcharía, y ella sentía una curiosidad e intriga desmesuradas sobre a dónde iría o qué iba a hacer.
<<Es una oportunidad. Ser como soy ahora me da la opción de estar con él, de pasar tiempo a su lado y conocerle. No puedo esperar otra vez en la ventana, ya no tengo por qué>>. Y, sin darle más vuelta, siguió sus pasos y subió al autobús.
Tal y como había predicho, ni el conductor ni ningún otro pasajero se percató de su presencia. Respiró hondo y se dispuso a seguir al muchacho, que fue a sentarse a uno de los asientos del final. Volvió a colocar la mochila sobre su regazo, la abrió y sacó una cartera algo estropeada donde guardó el bonobús para, acto seguido, devolverlo a la mochila y cerrar la cremallera. Alejandra observaba cada uno de sus movimientos como quien estudia el comportamiento de un ser venido del espacio, con enorme curiosidad y sin perderse el más mínimo detalle. Se sonrojó de nuevo, pudo notarlo, cuando él giró la cabeza hacia la ventanilla y sus ojos volvieron a coincidir. Sí, definitivamente, era muy guapo.
—Qué tonta eres, Alex —se increpó con una risita nerviosa—. No te mira a ti.
Era consciente de que, para él, ella no estaba a su lado, ocupando el asiento contiguo. Pero eso no le hacía perder la sonrisa que inundaba su rostro. Se sentía muy feliz. Feliz de poder sentirse cerca y de, al fin, empezar a mitigar ese enorme misterio que rodeaba a la figura de aquel muchacho que, en los últimos meses, se había convertido en alguien importante en su día a día. Se habían reencontrado, ¿Cuántas probabilidades podían existir, una vez ingresada y dada por perdida, de volver a verle y tener la oportunidad que estaba teniendo? Prácticamente ninguna, definitivamente. De haber sabido que su alma, espíritu —o lo que quisiera que fuera ahora—, pudiera vivir lo que su cuerpo ya era incapaz, quizá habría deseado llegar a ese estado mucho antes.
Pero, en fin, las cosas eran como eran. Si algo había aprendido durante su corto recorrido en la vida era que había que agarrarse a las oportunidades y a todas las experiencias que se te pusieran por delante. Acababa de cumplir quince años, y esa misma noche en que los celebró su cuerpo acabó entregándose. El sentimiento de terror y angustia le hicieron sentir un dolor lacerante y profundo, luchando por negar la realidad. Pero lo que no se acepta y supera, termina bloqueándote. Solo aceptar las cosas te permite poder seguir adelante, y eso era lo que ella tenía que hacer ahora con las armas que poseía: un cuerpo intangible e invisible pero un poder de contacto superior al de cualquier otro. Y esa era una gran baza a su favor.