Al fin el chico se levantó del asiento, presionó el botón rojo para solicitar la parada y unos segundos después el autobús frenaba junto al bordillo de la acera. Salió y Alejandra siguió sus pasos tan de cerca que, de poder verla, la podría confundir con su propia sombra.
Cruzó la calle y aceleró el paso, se quitó los auriculares y los lio sobre sí mismos y alrededor del teléfono móvil.
—¡Ey! —alzó la voz y su brazo derecho, llamando la atención de alguien.
—Ya era hora —respondió un chico bajito al otro lado de la calle, imitando su gesto.
El muchacho, aún con el móvil en la mano, se echó una pequeña carrera para acortar cuanto antes la distancia. Por cómo señaló el reloj de su muñeca, Alejandra entendió que el otro debía llevar un rato esperándole.
Cuando llegó hasta él chocaron las palmas a modo de saludo de una forma que le resultó bastante graciosa, culminándolo con un golpe seco en la espalda. <<Un poco brutos>>, dijo para sí sin apartar la sonrisa.
—Perdona —se disculpó—, mi madre ha llegado más tarde y…Pufff…, tú sabes…
—Madres… —respondió el de menor estatura con sincera empatía y haciendo un leve movimiento de negación con la cabeza —. La mía casi no me deja venir porque no se fía de que me sepa el examen de mañana.
—¿Y la culpas?
El chico levantó una ceja para dar más énfasis a la pregunta. Su expresión mostraba evidente guasa.
—Tío, Adri… —emuló con falsa molestia el chico bajito.
Ambos rieron.
¿Adri? ¿Adri había dicho? ¿Ese era su nombre?
Fue al escucharlo cuando cayó en la cuenta de que, habiéndole observado durante tanto tiempo, jamás tuvo forma saber cómo se llamaba. Para ella él era “El guapo de la mochila de Star wars”, sin más; ni siquiera se lo había planteado.
Así que Adri… Le gustaba. Le quedaba bien.
—Adrián —pronunció, sabiendo que no la oirían—. Adrián…
No era el típico nombre, pero cuando más lo pronunciaba, más adecuado le parecía. Sí, aquel sería uno de sus nombres favoritos a partir de ese mismo instante, estaba segura de ello.
Alejandra pisaba los talones de ambos, pero sin prestar demasiada atención a la amistosa charla que mantenían. Se evadió, ya no pensando en que conocía su nombre, sino en el hecho en que le había conocido un poco más sobre él. Decidir acompañarle había sido la mejor elección, desde luego ya no le cabía duda alguna. ¿Cuántas cosas más podría descubrir sobre Adrián en lo que restaba de día? Adrián… Todavía le sonaba raro referirse a él de ese modo. El simple hecho de pensar en ello le hacía sentirse enormemente emocionada. Nunca, en sus quince años de vida, había sentido tantísima curiosidad ni había tenido tantas ganas de conocer a alguien. A Eva cada semana le gustaba un chico nuevo, era enamoradiza hasta el extremo; pero a ella aquello nunca le había ocurrido. Recuerda como no le apetecía perder el tiempo con esas bobadas, al menos eso es lo que siempre había pensado. Para ella, los chicos que pudo haber en su vida en el pasado no eran más que compañeros, amigos, con los que hacía deporte, iba de excursión o echaba partidas de un juego u otro en la Play Station. Su hermana, sin embargo, dejó de hacer eso con ella y empezó a distraerse con libros de amor y yendo de compras. Eva y ella eran tan parecidas como diferentes, aunque también era cierto que la vida de su gemela había podido evolucionar de una manera más normal que la suya y en consonancia con la de las chicas de su edad. Quizá hoy en día, de no haber tenido un encontronazo con su enfermedad, ahora serían más similares en lo que respecta a esos temas.
Al pensar en Eva sintió una punzada en el pecho.
Cómo le gustaría poder contarle que había conocido a un chico que le gustaba muchísimo. Seguro que se pondría feliz al escucharlo y le pediría saber cada detalle sobre él. Su hermana era muy cotilla para esas cosas y le encantaba todo tipo de historia romanticona. Alejandra se imaginaba a sí misma llamando a la puerta de su habitación, sonrojada a causa de la vergüenza, para contárselo; y a esta, sometiéndola a un interrogatorio digno de la C.I.A. para hablar durante horas de lo mismo. Sonrió ante aquel pensamiento, no pudo evitarlo.
Como tampoco pudo evitar entristecerse al entender que eso ya ni era ni sería posible. Aquella estampa de hermandad entre ambas no podría volver a darse; ya no. Ahora Eva, en ese preciso instante, estaría tumbada junto a su cuerpo indolente. Quizá dormida, quizá hablándole o quizá llorando…, toda opción era tan probable como posible.
Entonces se sintió egoísta.
Su familia estaría en casa, angustiada y pasándolo muy mal. Habían dejado el hospital, esta vez, no por un alta; sino porque para ella no existía esperanza. Había vuelto a su hogar simplemente para esperar, y todos sabían —ella más que ninguno—, a qué desenlace llevaba aquella espera.
La opresión en el pecho se intensificó hasta formarle un nudo en la garganta y, al momento, sintió que lloraba. Miró a su alrededor y, sin saber cómo ni cuándo, se vio frente a un edificio de ladrillo visto y considerables dimensiones. Era un instituto, probablemente el de Adrián y el otro chico. Había mucha gente en la puerta y se escuchaba música al otro lado de las paredes. Debería ser algún festival del centro. Buscó con la mirada al muchacho y le vio con un grupo de ocho o diez compañeros más. Reía, se le veía feliz. El ambiente era divertido, alegre, y Alejandra sintió la tentación de acortar la corta distancia que les separaba para así seguir junto a él. Estaba prácticamente al lado, a tres o cuatro metros, no tenía más que dar unos pasos. Pero se sentía bloqueada. Veía lo que tenía alrededor: aquella atmósfera de diversión, despreocupación y risas le invitaba a unirse a la celebración; pero aquel ya no era su mundo. El suyo, el que le correspondía desde hace ya demasiado tiempo, estaba en casa, con su gente; con esas personas que eran todo para ella y para las que ella significaba todo. No podía dejarles solos un día como aquel por alguien que, sin embargo, ni siquiera era consciente de que existía.