Habían pasado tres días y lo más interesante que había hecho era pasarse las horas muertas mirando por la ventana de su habitación. El sol salía y volvía a ponerse y ella seguía ahí. Todos los lujos que había tenido en su <<cárcel>> particular ahora ya no le servían para nada: ni música, ni películas, ni internet… Cuando en el pasado se quejaba por ello, verdaderamente lo hacía por ser incapaz de pensar en que podría existir la posibilidad de encontrarse en el estado fantasmagórico en que se encontraba. ¿Cómo iba a pensar que eso era posible? De saberlo, habría atesorado cada recuerdo de su vida como enferma enclaustrada. Supuestamente, cuando te mueres, te mueres; y ella eso lo tenía más que asimilado, e incluso, aceptado; pero lo que nunca había entrado en sus planes era convertirse en lo que era ahora.
Recordaba cómo cuando vio de pequeña la película Cásper, le pareció una idea fantástica. Poder hacer, entrar y escuchar todo lo que te diera la gana sin represalias, restricciones ni control alguno debía de ser algo maravilloso y, sobre todo, muy divertido. Recordaba a ese fantasmita blancuzco y cabezón viviendo eternamente incontables aventuras, invisible a los ojos ajenos. Pero cuando eres niño no eres capaz de ver la realidad de las cosas, no entiendes que esa eternidad no es más que una condena infinita que terminarás odiando cada día más. Cásper, a pesar de todo, no era feliz; igual que ella.
Volvería a su encierro, a esas noches de insomnio y náuseas sin pensarlo dos veces solo por saber —ahora con enorme certeza— que lo malo es finito, pero que lo maravilloso también lo es y eso es lo que le da tantísimo valor.
Suspiró.
Escuchó entonces pasos y se giró para ver de quién se trataba: Su madre, que había entrado para mirar la máquina enchufada a su cuerpo, le daba un beso en la frente mientras que con la yema de los dedos, con cariño y enorme cuidado, le acariciaba los rizos.
Después de eso, se marchó, dejando tras de sí el mismo silencio cuya presencia apenas había alterado segundos atrás. Una sonrisa lastimera se dibujó en el rostro de Alejandra cuando sintió la calidez y el amor de su madre con aquel gesto tan sutil. Con ella aún no había hablado, todavía no había entrado en sus sueños para ver cómo estaba. Pensó en que quizá era el momento de retomar esas visitas nocturnas, su madre lo merecía más que nadie y ella necesitaba uno de sus abrazos; los sueños le permitían eso.
El sol se había puesto hacía un rato y ya escuchaba los pasos de Eva bajando las escaleras dirección a la cocina. Desde que ella no las compartía, las cenas en su casa eran verdaderamente tristes y apáticas. Sus padres siempre preguntaban a su hermana cómo le había ido el día en clase, qué había hecho… y cualquier cosa que hiciera que la muchacha hablara con ellos. Desde que volvieron a estar en casa los cuatro y a pesar de no contarle toda la verdad, Eva decidió encerrarse en sí misma. Y no porque tuviese una actitud mustia o deprimente, sino por todo lo contrario: se esforzaba en mostrarse feliz y despreocupada, evadiendo todo lo que podía hacer referencia a hablar de cómo se sentía.
Sus padres sabían que aquello no era más que una máscara y les preocupaba ver cómo se ocultaba ante sus ojos. Por eso insistían en estar cerca de ella, para que les permitiera formar parte de su vida.
Y Alejandra también lo sabía, incluso mejor que ellos, pues se pasaba día y noche observándola y la veía llorar a diario, siempre a escondidas. Después se enjuagaba la cara, la secaba y se ponía un poco de colorete y las gafas de pasta gruesa para esconderse. Entonces, con una sonrisa forzada, salía de su habitación como si aquel momento de flaqueza nunca hubiera existido.
Por todo ello, esa cena fue igual que las anteriores y no tardaron en irse a la cama. Su padre tardó algo más, quiso quedarse viendo una película en la tele, pero la apagó antes de llegar a ver siquiera la mitad. Escuchó cómo tiraba de la cisterna y, al asomarse desde la puerta de su cuarto, vio que se apagaba al fin la última luz prendida de la casa. Aquel era el momento. Esa noche emprendería un nuevo viaje, esta vez, en el interior de su madre. Pidió lograrlo tal y como lo hizo con su padre y, sobre todo, que dicho encuentro sirviera y resultara positivo para ambas.
Se tumbó entre ambos, como cuando era pequeña, y se volvió para focalizar a su madre en la penumbra. Sonrió al ver cómo dormía y respiraba tranquila y sosegada. Se acurrucó junto a ella, de la misma forma en que lo hacía en el pasado cuando había tenido una pesadilla, y cerró los ojos, tratando de dejar la mente en blanco y divagando junto a la de su madre.
No tardó en lograr evadirse.
Abrió los ojos cuando una sensación de ingravidez se apoderó de ella, hallándose sobre la copa de un árbol y a considerable altura. Alrededor todo era luz y claridad. El cielo se mostraba intensamente celeste, sin una sola nube que lo adornara, solo un sol radiante y potente que se veía a lo lejos, cercano a ocultarse tras unas montañas de cima pronunciada y cubiertas de nieve. Era curioso, pues ella estaba rodeada de una inmensidad de tonos verdes moteados con colorines que, según su criterio, se trataría de incontables florecillas. Miró el bonito reflejo en un lago cercano de un enorme arcoíris que se cernía sobre todo aquello, proyectando sus vivos y brillantes colores por todo el lugar.
Le alegró saber que era la mente de su madre la que había creado aquel espacio tan maravilloso y variopinto, aunque le resultó familiar algo en concreto. Cuando agudizó la vista y miró hacia al horizonte, por donde asomaba el sol, comprobó que algo flotaba en el aire. Le pareció que se trataba de un animal, uno con cuatro patas y grandes alas. Mientras observaba, atenta, sintió como varias sombras caían sobre ella y alzó la mirada para ver de qué se trataba, distrayendo su atención de aquello que se encontraba a lo lejos. Un grupo de caballos, todos ellos alados, sobrevolaban el cielo con elegancia. Algunos, que parecían potrillos, jugueteaban entre ellos, haciendo graciosas piruetas en el aire con envidiable soltura. Los observó con una enorme sonrisa en la cara, comprobando como todos eran diferentes tanto en tamaño como en rasgos y, sobre todo, en los colores y dibujos que cubrían sus cuerpos.