Estaba claro que se trataba de un sueño pues, según lo deseaba, el espacio a su alrededor se adaptaba a ella. Le pareció muy curioso ya que estaba en la ensoñación de su madre, no en la suya. Aunque recordaba que, a muy pequeños rasgos, también en la pesadilla de su hermana y la de su padre pudo interactuar y adaptar las cosas un poco a placer. Quizá era una capacidad que ahora poseía y solo necesitaba práctica para lograr dominarla.
El camino a sus pies se borraba a medida que avanzaba en la carrera y, al poco tiempo, se encontró frente a lo que se asemejaba a una pequeña cabaña en forma de cubo, cristalina, aunque no transparente, y de colores vivos y brillantes. Era como el vidrio de una botella, algo traslúcido y de un color verde esmeralda con reflejos del mismo arcoíris que aún seguía proyectándose sobre todo aquel lugar. Era precioso. Se encontraba al pie de la montaña, en un pequeño claro rodeado de una arbolada y numerosas flores. También caían enredaderas por los laterales como si se tratara de un sauce llorón. Aquel lugar le traía recuerdos muy felices. Era la cabaña de cristal que habían diseñado los cuatro juntos y a la que Eva, con la ayuda de su padre, habían dado forma. Fue ella misma quien ideó lo de la yedra cayendo y, su madre, quien la ubico en el espacio en que se hallaba. Recordó cómo pasaron horas, días e incluso semanas dando forma a los elementos que ahora ella tenía ante sus ojos. Y lo que más le entusiasmaba era comprobar hasta qué punto su madre lo conocía, habiendo sido capaz de recrear cada detalle con increíble semejanza. Verse en un sueño al fin agradable, que solo evocaba buenos momentos, le hizo sentirse llena de dicha pues lo que esperaba era algo diametralmente opuesto, quizá no tan tétrico como lo que vivió en la pesadilla de Eva, pero sí algo más parecido a lo del sueño de su padre que, aunque tuvo un principio maravilloso, el resto lo vivió con enorme tristeza. Dudaba con qué se encontraría una vez atravesara la puerta de la Sala de Cristal, pero lo que tenía claro era que fuera lo que fuese, esperaba poder dar con su madre.
Dejó de divagar y se dispuso a acercarse a la entrada, que era del mismo material que le resto de la estancia. Presionó con la mano y se movió hasta dejar el espacio suficiente como para asomar la cabeza. Allí, justo en el centro, vio a una niña de pelo negro y rizado, idéntico al que compartían Eva y ella…y también su madre. Pero no podía tratarse de ella, no tenía sentido.
La pequeña estaba de espaldas y parecía murmurar algo que Alejandra no llegaba a escuchar. Se acercó con sigilo y paró tras ella. En efecto, pronunciaba algo, pero los sollozos lo hacían inteligible.
—¿Elena? —se aventuró a decir.
La niña se giró al momento, con los ojos muy abiertos y rojos a causa del llanto, y la miró con sorpresa. Tenía la cara algo redonda y varias pecas sobre la nariz. Unas pestañas largas y muy oscuras y varios rizos del mismo color que se le escapaban de detrás de las orejas.
—Te llamas Elena, ¿verdad? —volvió a preguntar con suavidad y dulzura. Esta asintió con cierta inseguridad— ¿Por qué lloras?
Por toda respuesta la pequeña alzó una de sus manos, mostrándole una muñeca que parecía rota.
—¿Qué le pasa? ¿Se ha roto?
La cría volvió a asentir. Alejandra se arrodilló a su lado y vio que en la otra mano tenía otra muñeca.
—¿Y esa?
—Esta está bien —contestó, enseñándosela también.
—Son iguales.
—Claro, son gemelas.
Aquella afirmación hizo que el corazón le diera un vuelco. Gemelas había dicho. ¿Se referiría a…?
—¿Y tienen nombre?
—Sí, todo el mundo tiene que un nombre —Alejandra sonrió ante aquella obviedad—. Alejandra y Eva. Alejandra se ha roto de repente.
Lo sabía. Las pulsaciones se le aceleraron y tuvo la tentación de dejar que se le saltaran las lágrimas que empezaban a empañarle la vista.
—¿Cómo se te ha roto? —inquirió, intentando que su voz no se quebrara.
La pequeña se encogió de hombros. Su rostro mutó a uno de clara tristeza.
—Yo no he hecho nada, de noche se durmió y ya no funciona.
La muñeca tenía todas las extremidades articuladas, incluida la cabeza. Por mucho que Elena intentada sentarla o ponerla en pie se caía como si, efectivamente, el mecanismo ya no funcionara. Elena empezó a llorar con un pesar y angustia que veía desmesuradas, muy lejana al llanto por un simple muñeco roto. Pero Alejandra sabía bien que aquello no era más que una representación de la realidad que acechaba a su madre — la de verdad— y al resto de su familia; fue por ello que sintió que se le encogía el corazón y, finalmente, las lágrimas que luchaban por salir, lo consiguieron. Abrazó a la niña con todo el cariño que pudo, sintiendo que era su madre la que lloraba en sus brazos.
—¿Pues sabes qué?
—¿Qué? —murmuró la pequeña Elena contra su pecho sin parar de llorar.
—Que yo también me llamo Alejandra —la niña alzó la mirada—. Y no estoy rota, estoy bien. ¿Me dejas que ocupe su lugar?
Elena se separó un poco de ella, observándola como si la viera por primera vez. Con una de sus pequeñas manos alcanzó a rozar sus cabellos, acariciando los incipientes rizos de su cabeza. A Alejandra se le erizó la piel al sentir su contacto; ese gesto que era idéntico al que su madre, aquella misma noche, había tenido con su cuerpo yacente. Lloró.