Habían pasado dos días desde que Alejandra apareció en el sueño de su madre y todavía recordaba con enorme alegría cómo conectaron. Esa misma noche, tras aquel encuentro, Elena se había despertado de repente y con los ojos empañados; pero a diferencia de cómo ocurrió con Eva la primera vez que lo hizo, ella sonreía. Aquellas lágrimas estaban más cercanas a la felicidad —mucho más— que a la tristeza. Sin hacer apenas ruido y con ese sigilo y cuidado tan suyos, salió de la habitación y se dirigió al de su hija. El cuerpo de su pequeña seguía inmóvil y en un silencio sepulcral, únicamente alterado por los pitidos continuados y repetitivos de la máquina que medía sus latidos.
Alejandra la siguió y comprobó cómo se acercaba a la cama y se tumbaba a su lado; tal y como lo había hecho ella misma esa noche momentos previos a entrar en su ensoñación. Creyó que solo se mantendría ahí, junto a ella, y le abrazaría con ese cariño de madre que tanto echaba de menos. Sin embargo, le sorprendió lo que hizo a continuación: Le habló, como si diera por hecho que estaba allí y pudiera escucharla.
—Hola, mi niña —dijo. Alejandra evocaba cada palabra con completa fidelidad y nitidez—. ¿Estás mejor? Sabes cuánto me duele verte…veros, llorar —se corrigió. La miraba con una expresión de dulzura y con tanta sinceridad que la chica quiso volver a estar cerca. Se sentó a los pies de su madre y se hizo un ovillo en el hueco que dejaban sus piernas. Mientras, la seguía escuchando con atención—. Qué guapa estás; incluso más que antes de enfermar. Y qué mayor…
La sonrisa no desaparecía de sus labios, al contrario; se acrecentaba. Y las lágrimas seguían acompañándola. Mientras decía todo aquello, acariciaba y acomodaba el cabello de su hija, peinándolo un poco con los dedos.
—Pero no llores más, cielo —continuó—… Por favor, no lo hagas. No sabes cómo me duele.
Y por supuesto que Alejandra, a pesar de lo que acababa de oírle decir, quería llorar. Llorar de alegría, de completa dicha por comprender que su madre era consciente de lo que había ocurrido o, al menos, lo intuía. No consideraba haber soñado con ella, sino que fue capaz de sentirla. Daba por hecho, o eso le hacía entender su comportamiento, que entendía que su hija apareció ante ella por motivación propia; por propia intención. Ver que finalmente, tal y como pasó con su hermana, su madre había entendido ese contacto de la manera correcta hacía que no existiera para ella, dado el estado en que se encontraba, una mayor y más sincera felicidad.
Dos días hacía de esa noche y Alejandra la evocaba a cada segundo como si acabara de ocurrir. Desde ese momento sentía como si algo en su interior hubiese cambiado. Como si de repente entendiera que se encontraba en aquella situación entre lo real y lo fantasmagórico porque tenía una meta, una razón de ser; y solo podría cumplirla de ese modo.
Ahora la tarde empezaba a caer, y con ello, el ambiente en la calle se hacía más notorio. Gente que volvía a su casa después de un largo día de trabajo, o que simplemente salía a pasear para aprovechar el buen tiempo y lo que quedaba de día. Alejandra, como era típico en ella, a esa hora le gustaba asomarse a la ventana y observarles; aunque tampoco iba a mentir: su principal motivación era ver a Adrián aparecer al otro lado de la calle. Ya le tenía cogido el horario y sabía que de un momento a otro pasaría por allí.
Miró el reloj de la mesilla de noche, que marcaba las 17:20 horas.
—¡Solo faltan unos minutos! —dijo con alegría y a voz en grito.
Desde lo ocurrido con su madre se sentía con una energía y motivación diferentes. Tenía ganas de investigar ese estado en que se hallaba y comprobar qué le ofrecía, de qué habilidades le dotaba y cómo dominarlas para, así, sacarles el mayor partido posible. Porque, tal y como había lo decidido, esa era su meta hoy por hoy, una meta que le llevaría a otra mucho más definida y útil. Cuando llegase el momento y supiera usar ese “poder” que ahora poseía —solo entonces—, tendría claro finalmente su objetivo definitivo y el porqué a ese gran interrogante que era ahora su existencia.
Ahora tenía que salir de casa y quería probar algo. La última vez que estuvo con Adrián, cuando se agobió y quiso volver, el miedo y su mente le hicieron extrapolarse de una manea que era incapaz de comprender. Pero el caso era que había aparecido en su casa cuando más lo deseaba; y algo parecido le ocurrió en el sueño de su padre y, últimamente, también en el de su madre. Consideraba que aquello era una pequeña muestra de que su mente tenía la capacidad de hacer que se transportara, en cuestión de un instante, al lugar deseado. Pero tenía que aprender a controlarlo. Y algo le decía que, tal y como había visto en películas o leído en sus libros favoritos, todo empezaba por aprender a controlar sus emociones. Así que eso iba a hacer. Cerró los ojos y respiró hondo repetidas veces, tratando de mantenerse lo más relajada posible. Pensó entonces en el lugar concreto al que quería ir; y pensó en él. Rememoró sin pretenderlo el momento en que le vio cara a cara por primera vez, sintiendo que le embargaba un sentimiento cálido y feliz. Recordó, nuevamente sin querer, su rostro, cuyas facciones y rasgos parecían grabadas a fuego en su mente. Sus ojos, sinceros y alegres; y el sonido de una risa carente de toda hipocresía o falsedad. Entonces abrió los ojos y vio que ya no estaba en su habitación, pero tampoco en ese lugar específico de la calle en que pretendía aparecer.
A su alrededor todo se movía, podía verlo por cada ventana que tenía a los laterales. Estaba sentada sobre una piel oscura y mullida, muy cómoda. Comprobó que se encontraba en la parte trasera de un coche, sola; y entonces escuchó una voz que le resultaba muy familiar. Miró al frente y vio la nuca de Adrián delante de ella, sentado en el lugar del copiloto. Hablaba con la mujer que conducía el vehículo y, por la forma de hacerlo, Alejandra dedujo que se trataba de su madre.