Adrián vivía en un bloque de pisos bastante grande, de ladrillo visto y con varias cancelas de acceso al interior. Su madre entró en el número 24, por el garaje, dando lugar a Alejandra a ver a su derecha un patio muy bonito de uso común.
Durante el trayecto, había estado pendiente de la conversación que ambos mantenían. Muchos de los temas derivaban del instituto, anécdotas con los amigos o las clases; pero también tuvo la ocasión de enterarse de que el nombre de la mujer era Maricarmen y el del padre, que estaría unos días de viaje, era Tomás. Así como que ambos compartían el mismo trabajo: eran dueños de una farmacia. Maricarmen parecía una mujer muy agradable, tanto, que en cierto modo le recordaba un poco a su propia madre. La forma en que hablada con su hijo y cómo se interesaba por todas sus cosas se identificaba mucho con cómo lo hacía la suya.
Sonrió.
Subió el ascensor, que a opinión de Alejandra tenía unas luces demasiado potentes, y se pararon en la quinta planta.
—Entonces, ¿puedo decirle a Luís que se quede mañana a dormir para ir juntos al partido? —preguntó el chico.
—Si su madre le deja, ya sabes que por mí no hay problema —respondió ella—
Ahora, yo no me hago responsable de los deberes, ¿eh?
—Tranquila, mamá —dijo él dándose un par de golpes en el pecho—. Sabe que yo le obligaré a hacerlos.
Ambos rieron y Alejandra también con ellos.
Pensó en que ese tal Luís debía ser aquel chico bajito de la otra vez. Recordaba cómo en esa ocasión también Adrián había bromeado con algo similar. <<Debe de ser un poco vago>>, pensó.
El piso en el que acababa de entrar daba la impresión de ser bastante grande. Tal cual atravesó la puerta de entrada un larguísimo pasillo le daba la bienvenida y, justo a la derecha, se encontraba la primera estancia: un salón rectangular muy amplio y subdividido en dos partes; la primera compuesta por un televisor de plasma, una estantería llena de libros, una mesa de madera y cristal muy bonita y un sofá cheslong de color blanco roto. Al otro lado descansaba una gran mesa de comedor, con preciosos adornos sobre la tabla horizontal y rodeada de seis sillas de la misma madera oscura, cuyo asiento estaba tapizado con una tela a rayas muy sutiles.
Siguió a Adrián, atravesando aquel corredor y dejando a cada lado del mismo las diferentes estancias que formaban parte de la casa. Su cuarto era la habitación del final del todo.
Cuando entró no pudo evitar reír al ver todos los posters de películas de culto que empapelaban las paredes: El Señor de los anillos, Blade runner, Regreso al futuro, Harry Potter… Y, como no podía ser de otra manera, también de Star wars. Tenía varias estanterías llenas de figuritas de personajes de tantas obras más y muchas fotografías de diferentes lugares cuya composición, luces y encuadre le parecían verdaderamente bonitas.
—Me encantan, Adrián —le dijo, olvidando por un momento que él no podía escucharla.
No obtuvo respuesta alguna.
Vio cómo soltaba a los pies de la cama la mochila, sacando un par de libros de dentro, y se quitaba los zapatos de deporte, quedándose tan solo con los calcetines. <<Mi padre le echaría una regañina por ir descalzo>>, pensó con una sonrisa. Con los libros en los brazos el chico se dirigió a su escritorio, se sentó en la silla con ruedas y encendió el ordenador. Alejandra comprendió que iba a ponerse a estudiar o a hacer los deberes que tuviera pendientes, por lo que decidió apartarse de él y dejarle para, mientras tanto, fisgonear un poco más entre las fotos, libros y demás objetos que encontraba a lo largo y ancho de la habitación.
El tiempo parecía pasar a un ritmo diferente para ella pues, antes de planteárselo, ya Maricarmen llamaba a su hijo para que fuera a cenar. Alejandra fue con él y se unió a la mesa durante un rato, escuchando la conversación de ambos y aprendiendo un poco más sobre el primer chico del que se había enamorado. Mientras recogían la mesa y fregaban, ella se dispuso a curiosear por la sala y el comedor. Le gustó todo lo que vio, escuchó, y descubrió sobre él y sobre su familia.
Una vez de vuelta en la habitación y tras haberse puesto el pijama e ido al baño — obviamente en esos momentos ella había preferido acompañar a su madre—, Adrián estuvo un rato leyendo un libro que recopilaba varias obras de Edgar Alan Poe y, tras algunas páginas leídas, apagó la luz y se fue a dormir. Y era entonces cuando llegaba el momento: entraría en su sueño, le conocería y, al fin, dejaría de ser invisible para él.