Donde habla el silencio

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Tuvo que cerrar los ojos y gritar a pleno pulmón, uniéndose al escandaloso griterío a su alrededor. Caía en picado junto con un grupo de personas en esa barcaza de colorines por una catarata tan empinada que parecía saldrían disparados de un momento a otro, impedido únicamente por la barra de hierro que les mantenía sujetos a los asientos. Pero una vez llegaron abajo solo se escuchaban risas y suspiros de alivio.

La ola que habían formado en la caída empapaba el pequeño puente que adornaba la parte derecha, donde mucha de la gente que pasaba se quedaba allí con el propósito de quedar calados; aquello formaba parte de la gracia de esa atracción. Alejandra no tardó en localizar a Eva, unos asientos más adelante, cuya risa quedaba por encima de cualquier otra. Le encantó verla tan feliz. Siempre le habían encantado —a Eva todavía más que a ella misma— los lugares de ese tipo. Subir en una atracción y otra, explorar esos mundos de fantasía en los que vivías aventuras y podías ser cualquier cosa era algo que les había apasionado siempre; a Eva de manera exagerada. Las dos habían hecho teatro de pequeñas, pero como todo lo artístico, a su hermana siempre se le dio mejor.

La vio correr hacia una zona arbolada que apareció ante ellas, adentrándose en un camino que comprobó culminaba con un castillo enorme, erigido tras unos jardines maravillosos y que parecía sacado de una película de fantasía. Tonos pastel coloreaban la fachada principal, con unas arcadas y columnas rematadas en un dorado brillante que nada tenían que envidiar a la mismísima luz del sol. Unos ventanales acristalados y enmarcados en un mármol cincelado con motivos florales que los convertía en una obra de arte por sí solas y un portón de entrada inmenso, con un parteluz de cariátides esculpidas pequeñas, que le hacía recordar a las de una catedral. Era una mezcla extraña, casi imposible, pero indiscutiblemente hermosa.

—Tienes una mente maravillosa, hermanita —dijo en voz alta mientras admiraba tan espectacular escenario.

Cuando internó en el colosal palacio, ante ella se abría un recibidor de grandes dimensiones con una espectacular escalinata a cada lado, abrazando la sala circular. Empezó a sonar entonces una melodía que le resultaba increíblemente familiar: la misma que tarareaba su hermana esa misma mañana, cuando llevó el barreño con agua a su habitación y le lavó la cara. Además, pudo reconocer que la que escuchaba también era su voz, proveniente del piso de arriba. Se dispuso a seguir la melodía y eligió subir por la bonita escalinata de que tenía a su izquierda. Las baldas eran de mismo mármol níveo que enmarcaban las ventanas exteriores, y la barandilla de ese dorado limpio y brillante tan impecable que sentía reparo por siquiera rozarla.

Cuando llegó al último escalón y miró al frente, ante ella había una estancia que abarcaba toda la parte frontal equivalente a la fachada principal. Era una sala amplísima de la que no sería capaz de calcular los posibles metros cuadrados que contenía, aunque se pasara el día entero intentándolo, y cuyas paredes se hallaban repletas de incontables obras, tanto pictóricas como escultóricas, simulando un museo o enorme galería. Observó las que tenía más próximas a ella y todas le resultaban familiares, ya no por la temática —que algunas sí—, sino por el modo de hacer, los colores, el trazo… Todos ellos tenían la firma de Eva: era como si fueran obra suya.

Y allí, al fondo de aquel imponente espacio, estaba ella.

Su hermana parecía danzar de un lado a otro, con un pincel en la mano y haciendo graciosos movimientos en el aire. Pero lo más increíble fue cómo aquello que parecía dibujar sin lienzo alguno como base, cobraba vida ante sus ojos.

Lo primero que comenzó a delinearse fue el contorno de esos caballos alados que tantísimas veces había dibujados, todos ellos de distinto tamaño y color, idénticos a los que aparecieron en el sueño de su madre. Galopaban a lo largo y ancho de la grandiosa sala y, tras ellos, figuras humanas y esbozos de animales más pequeños como conejos, gorriones, gatos… Todo lo que solía dibujar Eva cuando tenía un papel en blanco frente a ella.

Aquellas creaciones iban de un lado a otro, al son de la melodía que canturreaba su hermana y dinamizando el diáfano espacio. Alejandra se abría paso entre ellas, admirándolas y, a muchas de ellas, devolviéndoles el saludo que le proporcionaban. Era una ensoñación maravillosa, perfecta para la mente alegre y creativa de su gemela; una muestra de lo que guardaba en su interior y de todo lo que tenía para mostrar al mundo.

Al fin llegó hasta Eva, que tarareaba y dibujaba en el aire sin percatarse de su presencia, tanto, que Alejandra comprobó que tenía los ojos cerrados. La vio volver a levantar el pincel y hacer movimientos suaves que emulada la forma de un rostro, el cual, fue tomando vida. Se trataba de la cara de un chico, con pelo corto y algo revuelto. Castaño, según apreció. Las líneas se unían con cada vez mayor precisión, dibujando unos ojos grandes y expresivos y una sonrisa que se le antojaba sincera. A medida que las formas de sus rasgos se delimitaban y esclarecían más, a Alejandra le resultaba extrañamente familiar.

Fueron los últimos retoques y cuando el joven comenzó a moverse, cuando pudo reconocerle.

Al principio se quedó sin aliento, como si su cerebro se hubiera ralentizado hasta quedar en shock y no fuera capaz de reaccionar. Entonces observó a su hermana, que se acercaba al esbozo del chico, y le abrazaba. Y él, Adrián —su Adrián—, le devolvía el abrazo.

Sintió, a pesar de no ser posible, que el corazón le latía tan fuerte que parecía fuese a salírsele del pecho y que las pulsaciones le palpitaban ardientes bajo la piel. Una vorágine de sentimientos se entrelazaba y le incapacitaba a comprender qué le hacía, realmente, sentir aquello. Dolor, mucho dolor; por un momento incluso llegó a considerarlo una traición por parte de Eva, o de ambos más bien. Se le saltaron las lágrimas: ¿cómo podía haberse fijado en el único chico que, por primera vez en su vida, era especial para ella? Para Eva habían sido muchos antes que él, ¿por qué no pudo elegir otro entre los tantos que le gustaron en el pasado? Y si ella, cuando aún estaba viva, le hubiera hablado de él, ¿lo habría respetado?




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