Donde habla el silencio

26

Esa noche se dispuso a poner en marcha su nuevo plan. Había pensado en la mejor forma de llevarlo a cabo, sopesando los pros y los contras, hasta que al fin urdió el que consideraba el más motivador de los planes que pudo tener en toda su vida; pues en sus manos podía estar, si jugaba correctamente las cartas, una parte importante de la felicidad de su hermana.

Se sentía enérgica y con fuerzas, increíblemente motivada. Le resultaba extraño cómo algo en su cerebro le había hecho cambiar de parecer respecto a ellos dos, pasando del sentimiento de traición y tristeza a uno de aceptación —una aceptación sana y real— y, después, al deseo de colaboración. Lo cierto era que aquello le creaba una sensación de paz y tranquilidad que hasta aquel momento, desde que se encontraba en ese estado entre la vida y la muerte, jamás había sentido. Ese sosiego, esa calma que sentía, fue la razón que le hizo comprender que, probablemente, su motivo de estar allí era Eva; entendía que no podía ser otro.

Se acercaban las diez y media de la noche, momento en que Alejandra se fue a su habitación para disfrutar del silencio y así lograr concentrarse con mayor facilidad. Se tumbó sobre la cama que ocupaba su cuerpo inerme y cerró los ojos. En la tranquila penumbra de su cuarto, el tintineo de la máquina que contaba sus palpitaciones era el único sonido que alteraba el silencio, sutilmente, y que se adueñaba del espacio.

Alejandra, con aquel ruidito de fondo, enfocó en su mente la habitación de Adrián; lo enfocó a él, centrando todo su pensamiento en acercarse. Poco a poco, ambas imágenes se fusionaron, sin pretenderlo, y visualizó al muchacho sentado en su escritorio y con el ordenador frente a él. El lugar, de mostrarse algo borroso, comenzó a verse con cada vez mayor nitidez. Entonces le llegó un olor diferente al de su casa, uno muy similar al que recordaba de la de Adrián. Abrió los ojos y, al fin, tal y como pretendía, apareció allí tras él y tumbada en su cama.

El corazón le dio un vuelco al verle de nuevo frente a frente, aunque en esta ocasión le acompañaba un sentimiento muy diferente; una ilusión muy distinta a la de la última vez que pasó tiempo con él: en aquella cena con su madre y durante su sueño. Sabía que la razón que la llevó hasta allí ya no era la misma del principio. Le gustaba tanto como antes y sentía el mismo cosquilleo en el estómago, pero ya no concebía su interés del mismo modo, así como tampoco su meta.

Se acercó a él y se asomó a ver qué hacía. La sorpresa fue grata cuando comprobó que tenía esos mismos papeles de la otra vez con bocetos y escritos. Reconoció el esbozo de ella, bueno, del personaje que estéticamente se parecía a ella cuando apareció en su sueño. Tenía el ordenador frente a él y no paraba de teclear, tan concentrado, que si explotase una bomba en su misma calle ni siquiera se daría cuenta. Ojeó lo que escribía y comprendió que se trataba de algún tipo de narración; por el aspecto, diría que era algo como un guion. Y entonces creyó entender algo sobre él: las fotografías de composición curiosa y luces casi fantásticas, los bocetos, los apuntes descriptivos de seres y espacios; su pasión por historias de ciencia ficción o ese mismo escrito… parecía estar creando una historia, todo un mundo, como hacen los escritores cuyos libros llevan al cine.

Le encantó conocer esa faceta suya ya no por lo personal e íntima que resultaba y que le hacía entenderle mucho mejor, sino porque encontraba ahí muchas similitudes tanto con ella como con su hermana. Adrián encerraba una mezcla de lo que les apasionaba a ambas y eso le hizo sentir una conexión mucho mayor entre los tres, como si definitivamente aquella situación se daba justa y exactamente porque tenía que ser así, porque el destino de todos ellos tenía que cruzarse y unirse llegado el momento oportuno; y ese momento ya había llegado, Alejandra lo veía muy claro.

Adrián separó la silla con ruedas de la mesa ayudándose de los pies y se estiró alargando hacia arriba el torso y los brazos, enlazando las manos y aún sentado. Apagó la luz del escritorio y salió de la habitación —según comprobó Alejandra— camino al cuarto de baño. Escuchó la cisterna y un par de minutos después ya estaba de vuelta. Se quitó la sudadera que llevaba, quedándose en manga corta, y se metió en la cama con los auriculares en los oídos. La chica sintió curiosidad por saber qué escuchaba, pero no tenía forma de descubrirlo, por lo que no le quedó otra que aguantarse.

Pasaba el tiempo y el chico no terminaba por quedarse dormido, cosa que empezaba a impacientar a Alejandra. Salió de la habitación y dio varias vueltas por la casa, encontrando a Maricarmen viendo la tele y, esta vez, también a su padre, que se servía un vaso de agua en la cocina, contigua a la sala de estar. Le observó con fascinación ya que, con solo verle, reconoció en él a su hijo. Se parecían mucho, eso era indiscutible. Adrián poseía rasgos evidentes de su madre, pero la similitud con su progenitor lo era aún más. Aunque el hombre estaba un poco grueso —todo había que decirlo—, y el bigote, según pensaba Alejandra, no le favorecía demasiado. Pero en sus ojos, su mirada y sobre todo en algunos gestos, encontraba a Adrián.

No sabía el tiempo que habría transcurrido, pero decidió volver con el chico. En la habitación solo había el sutil reflejo de luz de una pequeña lámpara de sal que se encendía y apagaba por momentos, por lo que tuvo que acercarse a la cama para fijarse en si estaba o no dormido. En efecto, lo estaba.

Se tumbó junto a él, sobre la sábana que le cubría hasta el pecho, y cerró los ojos. Posó, tímidamente, una mano sobre la de él y sintió que de nuevo el corazón se le aceleraba; aunque no le resultó en absoluto una sensación desagradable. Notaba la respiración acompasada del joven, cuyo pecho subía y bajada lentamente y en completa tranquilidad. La atmósfera de paz y relajación que se respiraba en aquella casa era muy diferente a la que había actualmente en la suya. Allí, aunque fuera de noche y todos durmieran, Alejandra sentía el pesar, la tensión y el estrés que guardaban aquellas paredes. Pero en la casa de Adrián esa paz nocturna parecía inalterable, como si los problemas aún no hubieran llamado a su puerta; cosa que deseaba nunca sucediera y que pudiera mantenerse tal cual el mayor tiempo posible.




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