Donde habla el silencio

28

Alejandra aún recordaba la expresión de Adrián cuando le respondió aquello antes de que sonara el despertador, y también su expresión una vez despierto. Parecía desconcertado. Recordaba cómo lo primero que hizo al levantarse fue escribir sus palabras en un trozo de papel que luego clavó sobre el corcho de la pared con una chincheta amarilla.

<<Dentro y fuera de tus sueños>>, eso le había dicho ella y eso mismo había escrito él. Aquello era la muestra de que recordaba a la perfección, quizá no el sueño, pero sí lo que le dijo allí sobre ese barco asediado por una horda de zombis.

—Qué experiencia tan romántica —dijo con graciosa ironía—. En fin, Eva debe estar a punto de salir.

Como cada mañana desde que lo vio por primera vez, su hermana seguía el mismo protocolo para encontrarse “de improviso” con Adrián. Y lo curioso era que él, aquel día, parecía mirarla de otra manara. A Alejandra incluso le pareció notarle un poco nervioso e inquieto cuando estuvo a su lado. Se pasó varias veces la mano por el pelo, como pretendiendo arreglarlo, y le dirigió continuas miradas de soslayo que, aunque duraban lo que un pestañeo, se sucedían cada pocos segundos.

Alejandra pudo comprobar todos esos detalles con enorme claridad pues aquella mañana no les observó desde su ventana como siempre hacía, sino que acompañó a ambos en dicho encuentro. Cruzó el paso de peatones con ellos, analizando cada gesto, cada tímida mirada…y escuchó ese “hasta luego” que ambos se dedicaron antes de separar sus caminos. No era capaz de decidir a cuál de ellos acompañar, por lo que optó por quedarse allí a observar hasta perder a su hermana de vista calle abajo. Volvió entonces la mirada hacia Adrián y descubrió cómo él mantenía los ojos clavados en la figura de Eva mientras sonreía. Ese simple gesto le llenó de alegría. Su plan iba bien encaminado, ya no le cabía duda alguna.

Cuando volvió de nuevo a casa se fue junto a Elena, pasando la mañana a su lado, que iba y venía por todas partes sin parar: colada, limpieza, cocina… Sabía que su madre era como un todoterreno que todo lo podía, que no se cansaba aun llevando mil cosas a la vez; pero también reconocía en ella cierta ansiedad y empeño por mantenerse completamente ocupada. Siempre estaba haciendo algo, aunque estuviera cansada. Alejandra supuso que, aun sin fuerzas ni ganas, su mente no descansaba y, que si no hacía por ocuparla con tareas, no importándole lo tediosas que estas fueran, los pensamientos acudirían a ella y le llenarían la cabeza —y a su vez el alma— de tristeza y lamento. No hacer nada implicaba pensar demasiado, lo que llevaría a mermar el ánimo y las ganas de seguir adelante. Y Elena no era así, no quería ser así; eso su hija lo sabía muy bien. Pero, a pesar de tantas cosas como llevaba adelante, siempre tenía tiempo para hacer una pequeña parada que le dedicaba a ella: se asomaba a su habitación, le daba un beso suave en la frente y acariciaba el pelo y luego se marchaba. Aquello podía parecer normal en cierto modo, pero a Alejandra se le encogía el pecho cada vez que la veía hacerlo. Atravesaba el umbral de la puerta de puntillas, como si temiera despertarla, como si internamente aún pensara que únicamente dormía. Pero aun con el mayor estruendo ella ya no despertaría, jamás podría; y sin embargo Elena la miraba, le hablaba y se acercaba como si no terminase de aceptarlo.

—Debes empezar a entenderlo, mamá —le dijo una de las veces que fue junto a su cama y le sostuvo la mano con las dos suyas, mirándole en completo silencio—. Todos debéis.

Como era de esperar, su madre no le oyó. De nuevo se alejó con ese sigilo casi felino y se perdió por el pasillo, no sin antes dedicarle una última mirada que Alejandra juraría parecía de súplica.

Cuando Eva regresó del colegio por la tarde lo primero que hizo fue ir a verla a su habitación y estamparle un beso en su pálida y huesuda mejilla. Se sentó en el lateral de la cama y empezó a relatarle cómo por la mañana, nuevamente, había visto a ese chico que tanto le gustaba. Al volver a escucharle hablar de ese modo de Adrián no pudo evitar sentir un pequeño nudo en el estómago, que entremezclaba extrañeza y un poco de celos, pero la felicidad que le provocaba ver a su hermana con esa expresión de alegría en el rostro era muy superior a lo negativo que, en un momento dado, aquella situación pudiera provocarle. Empezaba a notar en ella un cambio, aún leve y momentáneo, pero esperaba con todas sus fuerzas que, poco a poco, fuera acrecentándose hasta no dejar lugar en su mente y su corazón para la desidia, el dolor, y la enorme y deprimente tristeza que Alejandra sabía que internamente guardaba; muy a pesar de tanta sonrisa vacía como dedicaba a sus padres. Aunque a ellos tampoco terminaba de engañarles con aquella pantomima superficial.

—Y, aunque era tímidamente, creo que me miraba todo el rato, ¿sabes, Ale? —dijo Eva con las mejillas arreboladas y una mueca de sincera alegría— Tiene una voz bonita —añadió—. Sí, le he escuchado. Solo hola y adiós, pero ha sido suficiente para saber que es bonita.

Hablaba con Alejandra como si mantuvieran una conversación amena y participativa, respondiendo a las preguntas que consideraba su hermana le haría si pudiera seguirla.

—Además, creerás que exagero —volvió a hablar, retomando su monólogo—, pero podría jurar que estaba como nervioso —rio—. En serio te lo digo. Sabes que soy observadora para estas cosas —suspiró—. Me encantaría que hubieras estado allí para verlo…

Alejandra se moría de ganas de hacerle ver que estuvo, y que sí, que todo eso que le estaba contando, ella lo había comprobado de primera mano. Qué frustrante era todo aquello. Qué frustrante resultaba estar a su lado, tan increíblemente cerca y, sin embargo, hallarse tan lejos.




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