—Me gusta mucho tu pelo, Eva —le dijo, y su corazón empezó a bombear con más fuerza—. Deberías dejártelo largo.
Alejandra no supo qué contestar, no esperaba que se lo dijera tan directamente. Sonrió.
—Antes lo estaba —contestó, evocando cómo lucía antes del tratamiento con quimioterapia. Entonces recordó que el de Eva aún lo era—. Aunque a veces lo sigo teniendo largo.
—Me gustaría verte así —confesó Adrián.
Ella sonrió de nuevo.
—Vale, pues seguramente la próxima vez que nos veamos.
Ese sábado amaneció bastante nublado por lo que, en vez de ir a mirar por la ventana, se quedó sentada en el sillón de su padre recordando los fragmentos más importantes de la conversación que esa noche mantuvo con Adrián.
Esta vez el sueño había sido bastante tranquilo, aunque — todo había que decirlo— también muy raro. La mente inconsciente del chico era grandiosa pues era capaz de contarte una historia completamente diferente cada noche. Esta en particular había transcurrido en un vagón de metro que, sin más y contra toda lógica, dejaba el mundo subterráneo para ir subiendo niveles hasta llegar a surcar el mismísimo cielo. Seguía unos raíles que en ciertos momentos se retorcían sobre sí mismos de manera imposible, asemejándose a las atracciones de algún parque temático.
<<—Agárrate fuerte, viene otra.
De nuevo dibujaban una espiral en el aire, aunque por suerte ellos parecían ajenos a las leyes de la gravedad ya que el trasero quedaba pegado al asiento cada vez que se encontraba bocabajo. Todo caía menos ellos, y debían esquivar cada objeto que se les venía encima siempre que el vagón volvía a enderezarse. Adrián debió esforzarse algo más para evitar que una maleta estampara contra su cara.
—Un poco más y me parte la nariz.
—Habría sido una pena —respondió ella riendo y él se sonrojó un poco.
El vagón sobrevolaba montañas, laderas y ciudades enteras y, mientras tanto, ellos conversaban, al menos cuando no tenían que preocuparse porque nada les cayera encima o les golpeara. Era curioso cómo la situación pasaba de odisea y caótica a una tranquila que te permitía contemplar el cielo y todo lo que les rodeaba, aquello a Alejandra le divertía.
—Nos hemos visto antes, ¿verdad? —preguntó Adrián en uno de esos momentos en que podían estar relajados.
Ella asintió.
—Varias veces, ¿no lo recuerdas?
Él hesitó por un momento.
—No del todo, pero me resultas muy familiar —contestó finalmente—. ¿Dónde?
Alejandra no quería responder a su pregunta ya que no tenía muy claro cómo hacerlo, por lo que prefirió contestar con otro interrogante.
—¿Dónde crees tú?
De nuevo Adrián dudaba, esta vez de forma evidente. Tardó bastante, pero la respuesta que le dio alegró mucho a la chica, parafraseando lo que ella le había dicho la última vez.
—Dentro y fuera de mis sueños —dijo—, ¿verdad?
Ella sonrió.
Alejandra tenía la gran suerte de entrar en los sueños de forma consciente, por lo que controlaba a la perfección cada una de sus palabras y sus actos. A diferencia de los que creaban la ensoñación y lo vivían como una realidad indiscutible, ella sí elegía y sabía perfectamente que nada de lo que ocurría ahí dentro era real. Pero el subconsciente era mucho más sabio que la propia consciencia —de eso siempre estuvo segura— y ello significaba que lo sueños guardaban verdades intrínsecas de quienes los concebían y la información se recogía y asimilaba más internamente, tanto, que casi siempre eran muestras destapadas y sin filtros de los pensamientos y deseos más profundos. Así que, por ello, aquella charla que mantenía con Adrián para Alejandra significaba y mostraba mucho de cómo, poco a poco, su imagen y la de Eva —para él la misma— se abrían paso y se instalaban en su mente.
Por lo que su plan estaba dando los frutos que esperaba. Entre ella, que aparecía en sus sueños casi a diario, y Eva, que hacía por coincidir con él, las cosas se estaban poniendo muy a su favor. Una prueba evidente era cómo miraba Adrián a su hermana desde hacía algunos días. Antes la observaba de vez en cuando, como observaría a cualquier otra chica que pudiera parecerle simplemente guapa; pero ahora en sus ojos había curiosidad e interés, y esa misma era la mirada que tenía cuando en los sueños la observaba a ella.
Cuando Adrián despertó aquella mañana, se incorporó en la cama y se frotó con brío los ojos. Se pasó la mano por el pelo y bostezó, entonces permaneció un rato sentado con semblante reflexivo. Y fue solo un susurro, uno muy leve y poco audible, pero que llenó a Alejandra de alegría y satisfacción. Pronunció una palabra, una sola:
—Eva.