Donde habla el silencio

30

—¿Crees que estará bien? —preguntó a su marido de repente con un evidente tinte de tristeza en la voz.

No habían hablado en cuestión de horas. Incluso habían convencido a Eva para que se fuera a dormir a casa de una amiga.

Álvaro, que se quitaba los zapatos para meterse en la cama, la miró sin entender qué quería decir.

—¿De quién hablas, Elena?

—De…—comenzó a hablar, pero rápidamente cambió la que iba a ser su respuesta— ¿Has soñado últimamente con Alejandra?

Él volvió a mirarla. Tardó un tiempo en contestar, cosa que al final hizo tratando de no darle mayor importancia.

—Sí, alguna vez.

—Yo también.

Ambos hablaban en voz baja, como si no tuvieran fuerzas ni ganas de mantener aquella conversación. Pero Elena parecía empeñada en ello. Álvaro, sin embargo, pretendía dejar el misticismo de lado y no dar pie a continuar, sabía que su mujer sacaba ese tema por algo.

—Supongo que es algo normal y…

—¿Recuerdas lo que ocurría en esos sueños? —le interrumpió— ¿Qué hacía o qué te decía?

—Elena, no creo que esto nos haga bien.

—¿Y por qué iba a hacernos mal? —contrapuso ella— Contéstame, por favor. Intenta hacer memoria.

Álvaro se acomodó y apoyó la espalda sobre la almohada contra el cabecero de la cama. Suspiró y tardó varios segundos en contactar.

—Rara vez son sueños alegres, en general al menos —giró un poco la cabeza en su dirección para mirar a su esposa—. Sueño mucho con el día en que supimos de su enfermedad, ¿sabes? La veo caer sobre la arena una y otra vez, reviviendo el mismo sentimiento de pánico de aquel día —se puso la mano en el pecho y cerró el puño sobre la camiseta negra, arrugándola. Respiró hondo—. El solo hecho de recordarlo me hace sentir como si me faltara el aire.

Elena posó su mano sobre la de él y la sujetó, haciendo que soltara la tela de la camiseta. Le miraba con compasión y él le sonrió con una expresión de tristeza en el rostro.

—Estoy bien —dijo, devolviéndole el gesto—. Cuando sueño con Alejandra es algo curioso porque siempre pasa lo mismo, de una manera u otra. Sonríe y me abraza… Parece sana; y me dice que…

—Que no te preocupes, que está bien —concluyó Elena.

Álvaro la miró extrañado, asintiendo levemente.

—Parece que quisiera convencernos de que realmente lo está —añadió ella—. Quiere hablar con nosotros.

—No, Elena, no —sonó tajante—. No te hagas esto, y no nos lo hagas a nosotros.

Álvaro observaba a su mujer con una mezcla de preocupación y desaprobación, cosa que le molestó bastante.

—No estoy haciendo nada, Álvaro —aunque no levantó la voz, el enfado era evidente— ¿Qué no os haga esto? ¿Hacer qué?, dime. Si no hago otra cosa que estar encerrada día tras día, esforzándome por enmascarar la tristeza de esta casa, mientras ambos podéis hacer vida fuera —apartó la mano de él con cierta violencia—. No se te ocurra volver a decirme eso.

Aparte del enfado también había tristeza en sus ojos, que brillaban palpitantes y comenzaban a empañarse. Álvaro se sentó junto a ella y la sujetó del brazo cuando se volvió para levantarse de la cama.

—Perdóname, no ha sonado como pretendía —se justificó él—. Sé que estás más implicada y atrapada en esto que cualquiera, y no sabes cómo te agradezco todo tu esfuerzo por llevarlo todo adelante…

Los sollozos de Elena le hicieron callar.

—Solo necesito pensar que está bien, se encuentre donde se encuentre —hizo una pausa, claramente intentaba evitar las lágrimas—…, a pesar de estar postrada en una cama y en un estado irreversible.

Álvaro se acercó de inmediato y la abrazó. Aunque se empeñaba en ello, sabía que su esfuerzo por mantenerse firme se desmoronaría en cuestión de segundos.

—Eres más fuerte de lo que yo nunca seré —le dijo sin dejar de abrazarla—, y te admiro y te quiero por ello —a cada palabra le costaba más contener la emoción—. Alejandra siempre me ha dicho que está bien, así que vamos a creerla, ¿vale? Nuestra pequeña quiere que estemos tranquilos y que sepamos que no le duele, que ya no. Ella misma me lo dijo…

A Alejandra se le partió el alma al ver a sus padres en semejante estado. Solían mantener el tipo cada vez que iba a verles el Dr. Ayloa, con un pequeño equipo médico, para ver en qué estadio se encontraba. Sabía que el diagnóstico no había sido mejor que el de la última vez, ni mucho menos. Cada día que pasaba estaba más cerca de cruzar la línea. Su cuerpo, demacrado y pálido, falto de vida, dejaba ver que no habría pasos adelante; al menos no en la dirección que todos deseaban. Pero aquella mañana hubo algo más, algo que le hizo entender que tendría que darse prisa en hacer lo que sabía que le quedaba por hacer.

Aquella mañana fue la primera vez que el doctor les propuso la opción de dejar, por elección propia, que su hija se fuera.

—El dolor y el sufrimiento se exacerbará con ustedes cada día más mientras esa máquina siga encendida. Han pasado meses, muchos. Clínicamente no hay nada a lo que podamos agarrarnos—dijo. Concluyó tras aclararse la voz un par de veces—. Éticamente, les toca decidir.




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