Donde habla el silencio

31

Habían pasado varios días desde la visita del Dr. Ayloa y, aunque a ojos de Eva la cosa parecía no haber variado, Alejandra sentía un ambiente de mayor tensión y lóbrego. Entendía que no le hubieran dicho nada a su hermana respecto a esa última visita pues, ¿cómo explicarle algo así? Ni siquiera ellos concebían aquello, por lo que no podían pretender que Eva lo comprendiera. Llevaba unos días más dicharachera y alegre, eso Alejandra lo sabía a ciencia cierta y, aunque sus padres no podían asegurarlo con tan clara rotundidad, sí lo notaban. No podían decírselo, no cuando parecía estar mejor; así lo decidieron.

Sin embargo, en lo referente a Álvaro, este había hablado con la psicóloga que les trataba y ella, comprobando el estado de profunda tristeza y afectación en que se hallaba, le recomendó que se diera de baja en el trabajo durante un tiempo. Cuando fue al médico al día siguiente este no dudó en concedérsela. Las ojeras se le habían pronunciado mucho últimamente, señal clara del insomnio que comenzaba a sufrir. Empezó a tomar un tratamiento de ansiolíticos algo más fuerte del ya prescrito y unas pastillas naturales para que le ayudara a dormir e intentar que se relajara lo suficiente como para poder descansar cuerpo y mente. Alejandra quería verle y hablar con él, pero si no era capaz de llegar a un sueño profundo, no lograría hacerlo. Llevaba varias noches intentándolo, pero siempre terminaba despertándose antes de conseguirlo. Entonces se levantaba y, algunas veces, se iba al salón a ver la televisión hasta que decidía volver a la cama.

Estaba mal, más que nunca y más que ninguno de los tres en aquel momento; y cuánto le dolía verle así.

Fue a sentarse en el sillón que siempre ocupaba tras servirse un vaso de agua. Alejandra fue con él, como cada noche, para acompañarle de la única manera en que podía hacerlo. Esta vez no encendió el televisor, solo se acomodó e inclinó la cabeza hacia atrás, dirigiendo la mirada al techo. Su hija, que estaba acurrucada a sus pies, se sentó sobre su regazo y le abrazó, aun sabiendo que él ni siquiera lo notaría.

—Papi, no estés así —susurró—. No podré irme si estás así.

Se quedó en ese estado un buen rato, y tampoco Álvaro se inmutó. Se mantenía tan inmóvil que Alejandra pensó que dormía.

Y parecía que así era. Que al final, pudo dormirse.

Su respiración era acompasada y tranquila y su rostro se mostraba relajado, carente de esa expresión de tristeza que comenzada a dejar una huella imposible de borrar. Parecía, por fin, ajeno al dolor y al sufrimiento que arrastraba. Alejandra le observaba con detenimiento y, una vez más, decidió intentarlo: cerró los ojos y se concentró. Dejó la mente en blanco, únicamente centrándose en la conexión que pretendía establecer con su padre. El ambiente, tras unos segundos, parecía ingrávido y ante su mirada la imagen de Álvaro sobre ese sillón ganaba mayor nitidez.

Cuando de nuevo abrió los ojos comprobó, para su sorpresa, que se encontraban en el mismo sitio, completamente inmutable, y eso le extrañó. La sala de estar con la tenue luz de la lamparita sobre la mesilla del teléfono, la televisión apagada…, y ella, sentada sobre el regazo de su padre, que dormía. No lo había logrado, otra vez había sido un estrepitoso fracaso, y no le quedó otra opción que lamentarse.

Entonces Álvaro se despertó, levantando los párpados lentamente como si le pesaran. Bostezó y se frotó los ojos con brío. Alejandra pretendía levantarse pues daba por hecho que volvería a la cama, pero él, curiosamente, no se movió. Miraba al frente fijamente y en su dirección como si pudiera verla.

—Alejandra —susurró.

A Alejandra sintió que el corazón le daba un vuelco. Le observaba anonadada y silente, sin apartar la vista.

—Mi niña… —volvió a hablar—, qué guapa estás.

Mientras lo decía no solo su boca sonreía, sino también sus ojos, que comenzaban a empañarse. La chica seguía sentada sobre su regazo, muda y sintiéndolo insólito. Aquello no era sueño, ¿o sí? Sentía algo diferente a lo que solía sentir, algo fuera de control.

—¿Me…ves? —logró articular.

Él asintió con energía, sin poder evitar las lágrimas.

—Y te siento —recorría los brazos de su hija con pequeños apretones para cerciorarse de que no se evaporaría ante él. Entonces, con sendas manos, sujetó cuidadosamente su rostro—. Estás aquí —y le abrazó con todas sus fuerzas.

Alejandra sintió aquel abrazo de una manera completamente diferente. La calidez, el empeño, el amor… Lo de los otros sueños parecía un simple roce en comparación con la intensidad que palpaba en ese momento. Aquello no era como el de sus sueños; aquello era como el abrazo que das a la persona que más añoras y que no quieres soltar por temor a que se vaya.

Aquel era de esos abrazos que su padre le daba en vida cada vez que sentía que podía perderla para siempre.

Lo sentía así, poderoso y frágil a la vez, pero más cierto y emotivo que ningún otro.

Alejandra le devolvió el abrazo con el mismo cariño, con el mismo temor; le horrorizaba dejar de sentir esa cercanía. Le aterraba que aquello terminara.

—¿Cómo…? ¿Cómo es posible que estés aquí? —preguntó entre llanto y risa—Estabas en tu cama y…

—Duermes…

Se separó por un momento de su hija para mirarla a la cara y negó con la cabeza.




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