Ese lunes el cielo amaneció bastante encapotado, tal y como predijo el Hombre del Tiempo en las noticias de la noche anterior. Llovería, y bastante.
Si hubiera sido cualquier otro día, Eva se habría levantado con el pie izquierdo pues, a diferencia de Alejandra, ella no soportaba los días grises y pasados por agua. Pero aquel lunes no era un ordinario y nada especial comienzo de semana, sino uno en el que vería a Adrián y que, si su encuentro en aquella cafetería había significado algo, retomarían esa conversación apenas incipiente que fue cruelmente interrumpida por su amiga Lucía.
—Porque te quiero mucho, Lu —dijo con total convencimiento Eva mientras se arreglaba el pelo frente al espejo—. Que si no te retiraba la palabra.
Alejandra, que estaba sentada a los pies de su cama, rio ante aquel concienzudo comentario.
Aunque intentaba controlarlo, veía a su hermana algo nerviosa. Nunca tardaba tanto en arreglarse —y eso que era una especialista en hacer esperar por dicho motivo—, sin embargo, Alejandra entendía que la razón no era el no gustarse o no verse favorecida, sino que dichos nervios se debían a su miedo porque Adrián reculara y, en esta ocasión, prefiriera evitarla y no saludarla siquiera.
<<Ojalá supieras tan bien como yo cuánto le gustas, hermanita>>, dijo para sí. <<Me encantaría poder contarte cada detalle para que, si no él, te atrevieras tú a dar el paso>>.
Entonces se maldijo por no tener capacidad para hacerlo.
—¡Maldita sea! —exclamó Eva al mirar el reloj— Encima se me va a hacer tarde.
Cogió la chaqueta de polipiel y la mochila del mismo material y salió corriendo de la habitación. Alejandra tuvo que darse prisa e ir tras ella, no quería perderse detalle del ansiado reencuentro.
Salieron al porche y se asomaron para mirar al otro lado de la calle por si veían acercarse al muchacho. El problema era que la niebla les imposibilitaba ver con claridad a más de tres o cuatro metros de distancia. Eva farfulló algo entre dientes, algo que Alejandra no pudo escuchar; aunque por su expresión era evidente que estaba refunfuñando a causa del mal tiempo. Sin demorarse más se encaminó dirección al paso de cebra en que se encontraban casi a diario y con su hermana pisándole los talones.
El día no era especialmente fresco, pero la humedad del ambiente y el aire que se levantaba de vez en cuando daba una sensación de frío mayor que el que marcaba el termómetro. Eva se ciñó un poco más el pañuelo estampado que tenía alrededor del cuello y se abrochó la cazadora. Llegaron al semáforo que regía el paso de peatones y se quedaron allí, justo al lado del mismo árbol tras el que Eva solía esperar la llegada del muchacho y el cual era en esos momentos un buen aliado también para cortar el viento que se levantaba a ratos.
Las manecillas del reloj avanzaban y Eva y Alejandra seguían esperando la aparición del chico. Pasaban de menos veinte y él aún no llegaba, cosa bastante extraña pues, desde que tanto uno como otra se fijaron en él, muy rara vez no cumplía con esos horarios; al menos por la mañana. Eva resopló varias veces, impacientándose. Miraba la hora en el móvil una y otra vez, cuando apenas pasaban los segundos. El tiempo seguía pasando y, cuando menos cuenta se dio, ya llegaba tarde a clase. Quiso esperar un poco más, pero, dada la hora que era, seguir esperando no serviría absolutamente para nada. Volvió a acomodarse la mochila al hombro y se puso frente al paso de cebra. Cuando se disponía a cruzar sonó un trueno y, sin previo aviso, empezó a llover. El semblante de Eva se endureció algo más ante la repentina lluvia. Sacó el paraguas de la mochila y lo abrió para cubrirse con él.
—Asco de día —murmuró.
El semáforo volvió a indicar el paso de transeúntes y Eva se unió al grupo que había junto a ella. Andaba despacio, completamente falta de ímpetu. Estaba triste, Alejandra lo sabía. La veía alejarse con lentitud, como si tuviera las piernas hechas de plomo y le pesaran para dar cada paso.
—Lo siento, Eva —dijo a la nada y en dirección a su gemela—. La espera ha sido en vano y encima vas a llegar bastante tarde —alzó la mirada al cielo, viendo cómo las gotas que debían empaparla la ignoraban y seguían su camino hasta topar con el cemento—.
Me temo que hoy no va a ser un buen día.
Y así fue.
Cuando llegó a su casa notó un ambiente tenso y especialmente lúgubre. Creyó que encontraría a sus padres haciendo alguna tarea del hogar, pero no fue así. Ambos se encontraban en el salón, sentados en el sofá, y frente a ellos estaba el buen Doctor Ayloa.
Las inexistentes pulsaciones de Alejandra se aceleraron al ver al médico en su casa, en el sillón, café en mano, y no en su habitación revisándola a ella. No le gustaba esa reunión, en absoluto.
Sus padres tenían las manos fuertemente entrelazadas y Elena apoyaba la cabeza sobre el hombro de su marido. Tenía los ojos hinchados y enrojecidos y parecía agotada; Álvaro tampoco estaba con mucho mejor aspecto. Entonces escuchó la voz grave del Doctor.
—Sé que jamás podré entender lo que esta decisión supone para ustedes —dijo lentamente, pronunciando cada palabra a la perfección para que no cupiera lugar a dudas en lo referente a su discurso—. En mi larga carrera he visto verdaderas tragedias y cómo reaccionaban las familias —se aclaró la voz y dirigió su mirada hacia ellos dos—. Y Solo puedo decirles cuánto admiro su entereza y la forma en que han sobrellevado todo esto. Han mantenido una familia unida y se han esforzado por seguir haciendo de este lugar un hogar para Eva, sin olvidarse de ella un solo instante —hizo una pausa—. Ojalá siempre fuera así —suspiró—. He de quitarme el sombrero ante la inconmensurable valentía que demuestran al tomar esta determinación. Pueden estar seguros de mi apoyo y ayuda incondicional durante el proceso de duelo.