Donde habla el silencio

35

Alejandra no tenía ánimos para nada, pero sumaban ya tres mañanas desde que Eva se marchaba, tras un buen rato de espera, alicaída y desganada al instituto. Ese último día también le acompañó dada la pequeña esperanza que ambas guardaban en que aquel sí sería el día en que verían a Adrián. Sin embargo, eso jamás pasó.

De nuevo casi treinta minutos de espera por algo que nunca llegaba. Mentiría si dijera que no estaba molesta con el chico, pues a causa de su ausencia Eva llevaba tres días muy triste; y aquel era el peor momento para que la ilusión de su hermana mermara. El peor, realmente. Aunque por otra parte sentía curiosidad y también cierta preocupación respecto al porqué de la falta de Adrián, y por esa razón emplearía la mañana en dar con él y enterarse de qué había pasado. Internamente deseó que no fuera nada malo, ni sobre él ni sobre su familia.

Antes de ir en su busca pensó en pasar por su casa para ver a sus padres, pero desechó la idea de inmediato ya que, desde que fue el Dr. Ayloa, sus padres esperaban a que Eva se fuera al instituto para derrumbarse. Querían hablar con su hermana y explicarle la situación desde el día en que el médico les dijo que apagar la máquina que la mantenía sujeta a la visa era lo más recomendable. Esperaban poder contárselo y que fuera capaz de entender la determinación final e irrevocable que habían tomado, aun considerando la opción de que la chica se revelara y pusiera el grito en el cielo. No esperaban que les apoyara y secundara su decisión, pero tenía que ser capaz de afrontar y comprender a qué les estaba llevando la espera, tanto a ellos tres como a Alejandra, y cómo consumía sus vidas a cambio de alargar la agonía de su cuerpo inerte y la energía y ganas de vivir del resto.

Alejandra no estaba de acuerdo con ellos. No compartía su empeño en que Eva fuera conocedora de la situación en que se encontraba realmente. Pensaba que lo mejor ante sus ojos era morir y punto, sin más, y que sus padres silenciaran para siempre esa verdad que no haría sino hundir a su hermana y crear un cisma entre ellos. Pero, evidentemente, lo que ella pudiera pensar o desear no tenía razón de ser pues, al fin y al cabo, ya no era una más.

Se sentía triste, mucho más de lo que creyó tendría capacidad. Pero no había tiempo para lamentaciones. Tenía mucho que hacer y dejar solucionado antes de despedirse del todo.

Aunó todo su empeño en dar con Adrián. Pensó en él, concentrando toda su energía en encontrarle y aparecer en el lugar en que él estaba. Entonces empezó a sentir calor, uno tan intenso que le hacía notar cómo la ropa se le adhería a la piel. El sudor era exagerado y la atmósfera estaba tan cargada que resultaba asfixiante. Abrió los ojos y al momento tuvo que entornarlos pues el vaho y la calima que la envolvía incomodaban y entorpecían su visión. Alzó la mirada al cielo y comprobó que sobre su cabeza se formaba una nube de humo negro que se extendía rápidamente por toda la superficie, carcomiendo el celeste y tapando los rayos del sol. Palpó los pantalones y la cazadora que llevaba en busca de nada en particular y, curiosamente, encontró unas gafas que se puso enseguida.

Sus ojos lo agradecieron sobremanera. En ese momento, alguien gritó.

—¡Auxilio!

Aquel grito llamó su atención y giró sobre su cuerpo varias veces en busca de quien fuera que perteneciera. Le pareció ver algo, aunque en aquel ambiente no parecía más que una mancha oscura en movimiento. Agudizó la mirada y dio varios pasos en su dirección, pretendiendo esclarecer de qué se trataba. Obviamente era una persona, y esta no paraba de caer y levantarse, consecutivamente, como si algo le impidiera mantenerse firme.

—¡Ayuda! —volvió a gritar.

Ante aquello Alejandra no pensó en más que en acudir a la llamada. Aceleró sus pasos y, tras un par de metros, comprendió por qué no era capaz de mantenerse en pie; tampoco ella podía.

La tierra bajo sus pies temblaba descontrolada y violentamente. La hizo caer de bruces cuando emprendió la carrera y notó cómo las piedras, afiladas y áridas, le arañaban las manos, tanto, que juraría estaba sangrando; aunque no era capaz de verlo con claridad. En ese punto, ya casi junto a esa persona que clamaba auxilio, la densidad del aire se hacía mucho más notoria y compacta a causa de la tierra que levantaba y mantenía suspensa.

Pero ella continuó avanzando, aunque con bastante dificultad.

—¡Agárrate a mí! —dijo alzando la voz y tendiéndole la mano— ¡Vamos!

Se sujetó a ella para poder incorporarse y al fin pudo verle bien.

—¡Adrián! —exclamó.

Él abrió los ojos y la miró sorprendido.

—Eres tú… ¿Cómo…?

—Estás herido —le interrumpió—. Tenemos que salir de aquí.

El chico tenía mal aspecto, con la cara llena de cortes y cojeaba. Alejandra pasó el brazo de él sobre sus hombros para poder cargarle con mayor facilidad, pero entre el peso del muchacho y que el aire no hacía sino intensificar su fuerza, la labor empezaba a antojársele imposible.

—¿Cómo me has encontrado? —preguntó Adrián esforzándose por no entorpecer el avance.

—Supongo que estamos unidos de algún modo —Alejandra sonrió, aunque probablemente él no pudo verlo—. Siempre podré encontrarte…

Adrián iba a responder, pero una nueva sacudida del suelo les hizo tambalearse y caer, impidiéndoselo. Aquel espasmo fue más violento que los anteriores, pero mucho menos que los que le sucedieron.




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