Adrián despertó de un sobresalto ante el grito que emitió su propia voz. Tenía los ojos desorbitados y respiraba con dificultad, sintiendo el mismo calor que había sentido durante aquella pesadilla.
Se escucharon pasos en carrera al otro lado del pasillo y su madre no tardó a parecer tras la puerta. Encendió la luz y descubrió un rostro colmado de preocupación.
—¡Por Dios, Adrián! —exclamó inquieta— ¿Qué te pasa?
—…Eva…—parecía ausente. Mirando a la nada no hacía otra cosa sino repetir el mismo nombre una y otra vez, aún con la cara desencajada—…Eva…
Maricarmen se acercó a él y se sentó a su lado.
—¿Quién es Eva, hijo? —le hizo volver a tumbarse y posó la mano derecha sobre su frente—. Estás ardiendo —Abrió la mesita de noche y sacó el termómetro. Lo encendió y puso bajo el brazo del muchacho para comprobar su temperatura—. Tienes que relajarte.
Solo ha sido un mal sueño.
Él la miró, aunque apenas estaba atento a su madre.
—No —respondió—. No lo entiendes… Ella se ha ido. —¿Quién, hijo? —el termómetro emitió un pitido— Tienes mucha fiebre, cariño. Voy a por una compresa de agua fría —en cuanto hizo el amago de levantarse él agarró su mano haciendo que se girara.
—¿Por qué se ha ido, mamá?
Esta no sabía qué responderle. Su hijo llevaba varios días con un virus que le provocaba mucha fiebre, pero ese estado de nervios y ese miedo en el rostro era algo que no había visto hasta ahora.
—Solo ha sido un sueño, cielo…
—¡Ya lo sé! —exclamó con exasperación. Su expresión parecía buscar la comprensión de su madre— No estoy delirando, mamá. Pero se va de verdad, me lo ha dicho.
Maricarmen volvió a sentarse e la cama junto a él. Le retiró el flequillo de la frente sudada y habló con suavidad.
—¿Quién, Adrián?
—Eva…
—¿Y quién es? ¿Por qué es tan importante?
Su hijo la miró pensando en la pregunta que acababa de hacerle.
—¿Por qué? —repitió— No lo sé… Solo sé que no quiero que se vaya.
—Entonces, díselo —la mujer decidió seguir el hilo de la conversación, pretendiendo que se relajara—. Simplemente, díselo.
Ante las palabras de su madre la expresión del joven varió. Volvió a mirarla, como viéndola por primera vez, como si hubiera descifrado por él la solución a un enigma con el que llevaba lidiando demasiado tiempo.
—Sí… Tienes razón —dijo entonces, sobándose la frente para retirar ese flequillo despeinado—. Cuando me recupere y vuelva a verla, se lo diré. No volveré a dejarlo pasar.
Maricarmen se sentía confusa. No entendía a qué ni a quién se refería. Si seguía o no hablando de la pesadilla que había tenido; pero le daba igual. Su hijo al fin parecía relajado y eso era lo que le importaba.
—Me parece estupendo —le animó.
—Gracias, mamá.
Le sonrió y ella le devolvió la sonrisa.
—De nada, cielo. Para eso estamos.