—¿Cómo te han ido las clases, Eva?
La pregunta de su padre le sacó del ensimismamiento en que estaba sumida, haciéndole apartar la vista del plato para mirarle.
—Bien —respondió con evidente desgana—. Normal, supongo.
Álvaro lanzó una mirada furtiva a su esposa instándola a participar en la conversación.
—En un par de semanas es el festival si no me equivoco —dijo con fingida alegría en el rostro—. ¿Tu grupo ha decidido ya qué va a hacer?
—Sí —Eva daba vueltas a la comida, pero no probaba bocado. Elena la miró como preguntando <<¿y bien?>>. La chica suspiró—. Hemos elegido Transilvania.
—¿Drácula?
Eva asintió.
—Eso es estupendo, cariño —comentó Álvaro con una sonrisa, tratando de animar la conversación—. Siempre te ha gustado mucho. Desde luego estarás disfrutando.
La chica le devolvió la sonrisa, aunque carente de todo entusiasmo.
En cuestión de unos días los ánimos de Eva habían comenzado a decaer, eso era indudable, y sus padres se sentían impotentes ante dicho cambio. Ese mismo fin de semana su actitud era completamente diferente: estaba feliz, radiante; llena de energía y parecía ilusionada. Ambos pensaron por un momento en que quizás, de algún modo, se había enterado de la decisión respecto a Alejandra. Pero su madre estaba segura que, de haber sido así, se lo habría hecho saber de inmediato. Fuera lo que fuese, les hacía comprender que no era el momento propicio para hablar de ello. Lo mejor sería esperar unos días a ver si recuperaba un poco de esa alegría fugaz que había mantenido durante algunos días.
Elena, al ver que su hija seguía mareando la comida con el tenedor le preguntó si quería que le preparara otra cosa.
—Queda pizza de la que hice el viernes, es tu favorita.
—En realidad lo que querría es ir a dormir…
—No has comido nada —la expresión de su madre mezclaba preocupación y tristeza y esa mirada conmovió a la muchacha, que volvió a sentarse.
—Pero un trocito de pizza sí que me tomaría antes —le dijo, esforzándose por que esta vez su sonrisa sí pareciera sincera.
Veinte minutos después ya se estaba preparando para irse a la cama.
Se despidió de sus padres con un beso y un cálido abrazo y subió las escaleras hasta su habitación. Sentía que el pecho le dolía, como si el corazón palpitara mucho más deprisa de lo normal y ejerciera una presión exagerada. Llevaba así varios días, pero no había dicho nada. En el fondo sabía que no era físico realmente, sino que se trataba de algo que provocaba su mente, sus pensamientos…o quizá era su alma; no lo tenía demasiado claro. El caso era que en su interior había algo que la hacía sentir mal, incómoda. Y nada tenía que ver con la ausencia de Adrián. No iba a negar que estaba más triste desde que no le había visto ya que volcaba su ilusión sobre esos encuentros nimios y sin importancia. Sabía que su alegría dependía demasiado de ello, pero no podía evitarlo pues lo que era su vida más allá de él le hacía sentirse apenada.
Una vez puesto el pijama y lista para meterse en la cama pensó en ir a dar un beso a Alejandra, tal y como hacía cada noche. Pero no quería, ese nudo que sentía en el estómago y la opresión en el pecho se hacían más notorias al pensar en ella. Era un pálpito, una impresión muy negativa. No sabía por qué, pero no quería verla y darle ese beso de despedida.
Y su hermana sentía lo mismo.
Alejandra no les había acompañado esa noche durante la cena, ni pasó tiempo con ninguno de ellos a lo largo del día. Había preferido quedarse en su habitación desde que regresó de su encuentro con Adrián. Los sueños del chico siempre eran tremendos y aventureros, pero en aquella ocasión hubo algo distinto. La había creado su mente, sí, pero parecía hecho más a propósito para ella. La sensación que tuvo y mantuvo durante toda esa pesadilla era de miedo; no por hacerse daño, sino porque parecía la puesta en escena de lo que bullía en su interior. El escenario perfecto y propicio para despedirse de él. Era como la metáfora de su peor y más temido pensamiento hecho realidad. Sabía que tenía que decirle adiós, por eso lo hizo.
Y estaba también aquella luz. Esa luz blanca e intensa, cálida y anhelante, y exacta a la que la envolvió en el hospital la noche en que cayó en coma. Había vuelto a aparecer, esta vez con mucha más intensidad, y no dejaba de llamarla. Le atraía como el metal que atrae al imán, y que al igual que ella también lucha por no adherirse a él. Y Alejandra sabía perfectamente lo que significaba aquello; sabía por qué estaba allí, esperándola.
—Dame solo esta noche —suplicó—. Solo una más.