Alejandra salió de su habitación. La casa estaba en completo silencio, únicamente interrumpido por los tick-tack del reloj de cuco del pasillo.
—Casi las tres de la mañana —dijo al mirar la hora. Sus pulsaciones se aceleraron.
Se asomó a la habitación de sus padres, que ya dormían, y luego se dirigió a la de Eva. Entró y la penumbra reconoció la silueta de su hermana, acostada y tapada con la manta hasta la cintura. Se arrodilló junto a la cama, sujetó una de sus manos con las dos suyas y hundió la cabeza en ella. Cerró los ojos y murmuró algo. Pidió poder verla, poder hablar con ella… y sintió cómo se le saltaban las lágrimas.
Por mucho que lo intentara no lograba dejar relajar la mente ni concentrarse. Apretó los ojos con fuerza y también las manos, aún sosteniendo la de su gemela. Apretó tanto como pudo y, entonces, curiosamente, sintió el tacto de Eva.
Abrió los ojos y vio que su hermana, aunque dormida, le devolvía el apretón.
—¿Eva? —susurró.
No respondía.
Alejandra cerró los ojos de nuevo, durante un rato que se le hizo demasiado largo; pero al fin, cuando los abrió, parecía haberlo conseguido.
Estaba en su propia habitación, sobre el baúl junto a la ventana que siempre le servía de quicio para sentarse y mirar al exterior. Entonces escuchó unos pasos a su espalda y se giró.
—¿Ale? —era Eva, que la observaba desde el otro lado de la habitación— ¿De verdad eres tú?
—Hermanita…
Eva corrió y se lanzó a sus brazos, envolviéndola con una amor y calidez que nunca sintió en vida. Su hermana lloraba, sí, pero sabía que era de alegría. Sin aflojar el abrazo lo más mínimo se zarandeaba de un lado a otro, como siempre hacía cada vez que se sentía feliz, llevándola a ella al unísono.
Alejandra le devolvió el gesto con el mismo ímpetu, pero pesa a todo no podía sentirse tan dichosa. Sus ojos también lloraron, sobre todo por saber que ese momento sería algo efímero e irrepetible.
—¿Cómo estás aquí? —inquirió con una enorme sonrisa Eva, aún lagrimeando— ¡Cuánto te he extrañado! No puedes volver a irte, nunca jamás vuelvas a…
—Yo también te echo de menos, Eva. Te extrañaré siempre.
Su interrupción sesgó la alegría de su hermana de un plumazo, que la miró con extrañeza.
—¿Que… me extrañarás?
Alejandra asintió.
Sus pulsaciones volvieron a acelerarse y, tras Eva y frente a ella, se abría paso un halo de luz que crecía por momentos, tan nívea y brillante que comenzaba a invadirlo todo. Su hermana se giró y dio un respingo cuando vio de qué se trataba.
—¿Qué es eso?... —preguntó con temor en el rostro— ¿Ale?
—No tengo mucho tiempo —le dijo—. Solo escúchame — entrelazó sus manos con las de Eva, que mantenía la misma expresión de pavor—. He estado aquí y estaré siempre. He hecho lo posible porque lo supierais. Pero, a partir de ahora será diferente. Nunca me iré, no lo olvides. Estoy en ti, en papá y en mamá —Eva comenzó a llorar y negaba con la cabeza, temerosa de sus palabras—. Óyeme: te lo prometo. Pero tienes que ser fuerte; todos vosotros. Y, sobre todo, feliz. Permítete ser feliz, permítete conocerle.
Por el semblante de Eva, compungido y sufriente, cruzó una expresión de desconcierto.
—Adrián —dijo sin más—. Ese es su nombre. Recuérdalo tanto como este sueño.
—¿Q…qué? ¿Quién…?
—El chico de la mochila de Star Wars. El de la parada de autobús.
La luz vibraba con más fuerza y la calidez y su brillo comenzaban a envolver a
Alejandra, haciéndola perder nitidez ante los ojos de Eva.
Ambas tenían miedo.
—Alex… No…
—No puedo quedarme más —soltó sus manos y se dirigió a la brecha que daba origen a aquel fulgor—. Adrián, recuérdalo. Y espérale, él dará contigo.
Se alejó de su hermana. Eva se dejó caer de rodillas sobre el suelo, llorando desconsoladamente y sin apartar la vista de la silueta de Alejandra, que se desvanecía frente a ella. Esta se giró para mirar a su gemela una vez más.
—Espérame en tus sueños, hermanita —sonrió y, con lágrimas en los ojos, desapareció del mismo modo en que lo hizo aquella extraña luz.
Cuando Eva se despertó de súbito, aún lloraba. Respiraba entrecortadamente, incorporada en la cama, y sentía que el corazón se le saldría del pecho. Respiró hondo, tratando de acompasar pulsaciones y respiración. Y cuando fue relajándose, escuchó algo. En el silencio de la noche pudo reconocer un pitido monótono, sin pausa y completamente plano. Ese ruidito entraba en sus oídos como el más temido de todos los sonidos. Era distinto al de siempre, y eso le aterrorizó.
—Ale…
Se levantó corriendo de la cama, tanto que a punto estuvo de caer de boca. La sensación que tenía era asfixiante, espantosa. Le dolía el cuerpo, el pecho, el estómago…todo. Llegó a la habitación de Alejandra y encendió la luz. El cuerpo de su hermana seguía igual, estático y ajeno a todo, pero entonces, comprobó que el pitido de la máquina que la mantenía con vida era claramente distinto.