Ella no esperaba encontrar nada más que soledad aquella noche, pero el destino tenía otros planes.
El café estaba a medio llenar, con el murmullo suave de conversaciones lejanas y el aroma persistente del espresso recién hecho flotando entre las mesas. Afuera llovía con una constancia melancólica, de esa lluvia que no inunda pero que parece no querer terminar nunca. Era su refugio en noches así, cuando el dolor parecía más tolerable si estaba en compañía del ruido de fondo y una taza caliente.
Fue entonces cuando lo vio entrar.
No era alguien que pasara desapercibido. Su presencia era silenciosa, pero pesaba. Vestía un traje oscuro, perfectamente ajustado, el tipo de ropa que no se usa por costumbre sino por poder. Cada paso suyo era medido, cada movimiento tenía una intención. Su mirada era afilada, penetrante, como si cortara el ambiente con solo observarlo. Y su sonrisa... era apenas una curva, contenida, como si se la reservara para alguien más. O para nadie.
Se acercó a su mesa sin vacilar.
—¿Puedo? —preguntó con voz baja, segura, como si ya conociera la respuesta.
Ella alzó la vista y asintió, algo desconcertada. Había algo en él que le provocaba una mezcla peligrosa: miedo y curiosidad. Como si supiera que, si se quedaba un segundo más, no habría vuelta atrás.
—Dicen que cuando la lealtad muere, el corazón aprende a cuidarse solo —dijo él mientras tomaba asiento frente a ella—. Pero algunos prefieren que alguien más lo haga por ellos.
Ella frunció ligeramente el ceño, intrigada. ¿Qué clase de frase era esa para iniciar una conversación? ¿Quién era este hombre?
—¿Nos conocemos? —preguntó con cautela.
Él ladeó la cabeza, sin perder esa media sonrisa que parecía ensayada.
—Todavía no. Pero te he visto... muchas veces. No literalmente, claro —aclaró, como leyendo su incomodidad—. Pero sé lo que es ese vacío en la mirada. Esa forma de sostener una taza como si el calor pudiera reparar lo que otros rompieron.
Ella bajó la vista. Se sintió expuesta. Vulnerable.
—No estás sola. No tienes por qué estarlo —añadió él, con una calma inquietante.
Le ofreció un cigarro. Ella lo rechazó con un gesto leve de la mano. Él encendió el suyo, exhalando lentamente, como si cada bocanada llevara consigo fragmentos de historias que prefería no contar.
Durante los minutos que siguieron, no habló demasiado de sí mismo. En cambio, le hizo preguntas simples, pero acertadas: ¿Qué haces para olvidar? ¿Qué haces cuando todo lo que diste no fue suficiente? ¿Qué harías si tuvieras una segunda oportunidad, pero esta vez… del otro lado?
Sus palabras eran un juego sutil, como un hilo invisible que iba envolviendo su mente sin que ella pudiera darse cuenta. No la presionaba, pero le dejaba migas de afecto, de comprensión, de atención que ella no había sentido en años.
La miraba como si cada gesto suyo tuviera significado. Como si incluso el silencio fuera una respuesta.
Y entonces, sin tocarla realmente, la tocó.
Apoyó su mano sobre la mesa, a unos centímetros de la suya, sin intención evidente. Pero su cercanía, la forma en que sus dedos se estiraron casi imperceptiblemente hacia los de ella, era suficiente para enviar un escalofrío por su espalda. Un contacto mínimo, pero electrizante.
—El pasado no define el futuro —susurró, inclinándose apenas, tan cerca que su voz se sintió más que se escuchó—. Deja que te enseñe a confiar de nuevo.
Ella quiso creerle.
Quiso sentir que quizá esta vez sería distinto. Quiso pensar que el universo, después de tanto castigo, por fin le estaba ofreciendo una tregua. Había algo en él que la desarmaba: no su belleza, no su voz, sino su aparente capacidad de verla incluso cuando ella intentaba esconderse tras su dolor.
Pero algo… algo en su mirada no coincidía con sus palabras.
Y aunque su cuerpo gritaba por aferrarse a esa sombra que aparecía como salvación en medio del caos…
Su intuición, esa parte suya que había aprendido a callarse, le susurraba al oído:
"Ten cuidado. Las sombras también abrazan… pero solo hasta que logran envolverte por completo."
Porque aún no sabía que aquel hombre, con su traje impecable y su voz dulce como veneno, no era un consuelo…
Sino una tormenta a punto de estallar.
Y ella, sin saberlo, acababa de abrirle la puerta.
Editado: 29.06.2025