Donde muere la lealtad

Capitulo 3

El café se volvió un hábito.

Sin que ella lo buscara, él aparecía. No todos los días, no con un patrón evidente, pero con la precisión de quien sabe leer el alma ajena. A veces llegaba antes que ella, otras justo después, como si el universo conspirara para sincronizarlos sin pedir permiso.

Las primeras veces fueron encuentros breves, palabras sueltas que no revelaban mucho. Pero bastaron unos días para que su presencia se sintiera diferente. Cómoda. Intensa. Adictiva.

Era extraño cómo un desconocido podía conocer mejor sus silencios que la gente que llevaba años en su vida.

No sabía cómo llamarlo al principio. ¿Amigo? ¿Extraño? ¿Aliado? Se presentó como Noah, pero hasta ese nombre le sonaba a máscara. Él lo dijo con una sonrisa ladeada, como si cada letra escondiera una mentira, o una historia demasiado oscura para compartir en un café a media tarde.

—No necesito saber cómo te llamas —le dijo una tarde, sin mirarlo directamente—. Pero no desaparezcas sin avisar.

Él no respondió. Solo se inclinó levemente hacia ella y, por un instante, sus dedos rozaron los de ella al alcanzar la taza de café. Fue un gesto accidental, o eso creyó ella. Pero el calor que dejó en su piel le duró horas.

Y entonces empezó el juego.

Primero fue su atención. Él escuchaba sin interrumpir, sin juzgar. No la corregía, no le decía que superara el pasado. Solo le daba espacio. Como si supiera que no todos los dolores necesitan solución, solo compañía.

Después fueron los detalles. Una nota con una frase escrita en tinta negra sobre una servilleta: “Hay tormentas que limpian lo que nadie más se atreve a tocar.”

Una caja con una bolsita de lavanda, un chocolate oscuro y una pastilla para el insomnio: “Para las noches que se alargan más de lo necesario.”

Ella no estaba acostumbrada a eso. A la suavidad. A la paciencia. Había vivido tanto tiempo con heridas abiertas que casi había olvidado cómo era sentirse cuidada.

Y eso la debilitó.

Empezó a esperarlo. No lo decía en voz alta, pero su cuerpo lo delataba. Se sentaba en la misma mesa, pedía lo mismo, revisaba su celular con más frecuencia. Cuando él tardaba, su ansiedad crecía como una bestia sin jaula.

Una tarde, él llegó más tarde de lo habitual. Ella ya estaba con la tercera taza de café en las manos, con las uñas cortando ligeramente la porcelana, como si así pudiera calmar el temblor en su pecho.

—Te ves... desbordada —dijo él con tono suave, sentándose sin pedir permiso.

Ella lo miró con los ojos húmedos.

—Soñé con él. Con... con lo último que me dijo. Otra vez. —Bajó la mirada—. ¿Cuántas veces se puede soñar con alguien antes de dejar de doler?

Noah no respondió con palabras. Solo acercó su mano y, por primera vez, la sostuvo con firmeza. No fue un toque romántico. Fue un gesto lleno de peso, como si con ese contacto pudiera absorber parte de su tristeza.

—No tienes que ser fuerte conmigo —murmuró él—. Yo aguanto el peso por ti, si lo necesitas.

Y ella se quebró. Se inclinó hacia él, hundiendo el rostro en su pecho, dejando que las lágrimas mancharan su camisa. No dijo nada más. Solo lloró. Y él no se movió. No la empujó. No preguntó. Solo se quedó.

Esa noche, en su cama, mientras el insomnio la acariciaba como una vieja amiga, recordó el olor de él. A madera, a humo, a algo costoso que no podía nombrar. Recordó su voz, su presencia firme, sus silencios compartidos. Y por primera vez en mucho tiempo, no lloró por su ex. Lloró porque algo nuevo estaba naciendo… y no sabía si era amor, dependencia, o simplemente la desesperación de no volver a estar sola.

Días después, él empezó a llevarla a lugares distintos. No eran citas. Al menos, no las llamaban así.

Una azotea en el centro, donde las luces de la ciudad parecían estrellas caídas. Un callejón donde pintores anónimos dejaban arte efímero en las paredes. Un rincón del río donde el agua apenas susurraba, y el mundo parecía lejano.

—Aquí nadie puede hacerte daño —le dijo él una noche, mientras le colocaba una bufanda sobre los hombros—. Al menos no mientras estés conmigo.

Ella quiso creerle. Porque él era eso: una promesa. No de amor, no de futuro, pero sí de escape. Y para una mujer que había sido traicionada, a veces el escape sabe mejor que la verdad.

Y eso era lo más peligroso.

Porque cuando el corazón está roto, se aferra a cualquier cosa que no lo haga sangrar más.

Y Noah no sangraba.

Noah quemaba… lento, suave, como una llama que te calienta primero… y te consume después.



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En el texto hay: libertad, amor, manipular

Editado: 29.06.2025

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