Era uno de esos días grises que parecen anunciar tormentas sin necesidad de relámpagos. El cielo nublado no dejaba pasar un solo rayo de sol, y el aire tenía ese olor a humedad, como si algo estuviera por romperse. Ella no sospechaba que esa “cosa” sería su corazón. Otra vez.
Salió de casa para despejarse. Caminaba sin rumbo fijo, solo buscando perderse entre calles que ya conocía demasiado bien, intentando que el movimiento exterior calmara el temblor interno que no la dejaba en paz desde hace meses.
Había aprendido a sonreír frente al espejo, a responder “bien” cuando le preguntaban cómo estaba, a secarse las lágrimas antes de que alguien más pudiera verlas. Pero nada de eso significaba que hubiera sanado. Nada. Y esa verdad, que trataba de negar todos los días, se hizo real de golpe.
Lo vio.
A él.
A su ex.
Con alguien más.
Estaban en la esquina de la calle donde solían verse cuando querían escapar del mundo. Él la abrazaba por la cintura. Ella reía. Él la miraba como si no tuviera historia previa, como si no supiera amar de otra manera más que liviana, falsa, vacía.
Y ella… se quebró.
No gritó. No lloró ahí. No se movió. Solo miró. Sintió que el mundo se detenía, pero no como en las películas románticas. No de forma poética. Se detuvo porque el dolor fue tan intenso que su mente no supo cómo procesarlo.
Volvió a casa con los brazos cruzados, como si así pudiera contenerse a sí misma. No había música esta vez. No encendió el televisor. No buscó distracciones. Sabía que nada de eso iba a servir. Solo se dejó caer en el piso de la sala, contra la pared, con las piernas dobladas y el alma hecha polvo.
—¿Por qué...? —susurró—. ¿Por qué si yo te di todo? ¿Por qué si estuve ahí cuando nadie más estuvo? ¿Por qué me dejaste rota mientras tú... sigues entero?
El nudo en su garganta se transformó en llanto. Uno real. Un llanto silencioso, oscuro, como el que uno tiene cuando ya no quedan explicaciones. Era como si cada célula de su cuerpo estuviera recordándole que aún dolía. Que aún no lo había soltado. Que aún no entendía por qué la habían traicionado de esa manera.
Recordó los mensajes. La manera cobarde en la que terminó. Recordó el engaño. Las capturas. El dolor. La traición. Todo volvió de golpe, como una ola que arrastra sin preguntar.
Temblaba.
Entonces, su teléfono vibró.
Noah.
Solo su nombre bastó para que respirara. Para que sintiera, aunque fuera por un segundo, que no estaba completamente sola en el mundo. Contestó sin pensar.
—No puedo más —susurró.
No hubo juicio, ni preguntas, ni palabras vacías del otro lado. Solo su voz, firme, segura:
—Estoy en camino.
Quince minutos después, la puerta sonó. Ella apenas podía ponerse de pie. Abrió temblando. Lo vio ahí, impecable como siempre, como si no le afectara el clima, el caos, la miseria emocional que colgaba de sus hombros.
Pero su mirada… esa mirada tenía algo distinto. No era frialdad. No del todo. Era cálculo envuelto en una suave capa de empatía.
—¿Dónde está? —preguntó él, con la mandíbula apretada.
Ella negó con la cabeza, apenas conteniendo otro colapso.
—No quiero venganza... solo quiero dejar de sentir.
Y entonces él la abrazó. Con firmeza. Con una seguridad que no había sentido en mucho tiempo. Como si en ese momento, si el mundo colapsaba, él se mantendría en pie por los dos. Era reconfortante. Casi adictivo.
La ayudó a sentarse en el sofá, la arropó con una manta, le acarició el cabello, y le susurró palabras que no eran consuelo barato, sino hilos invisibles que comenzaban a atarla a él:
—No tienes que ser fuerte todo el tiempo. Está bien romperse. A veces, lo valiente es admitir que no podemos más.
Ella sollozó, y él no se movió. No retrocedió. No la evitó. Solo se quedó ahí, sosteniéndola, conteniéndola como si fuera lo único que importara.
Le llevó agua. Le secó el rostro con sus dedos. Le limpió el rímel con el pulgar. Sus gestos eran suaves, pero tenían el peso de algo más profundo, algo que no podía nombrar.
—Te mereces algo mejor —le dijo—. No alguien que te mienta. No alguien que te use. Te mereces que te elijan todos los días. Yo puedo hacerlo. Si me dejas.
Ella no respondió. No podía.
Se dejó caer sobre su pecho. Cerró los ojos. Su respiración empezó a calmarse. No por completo. Pero por primera vez en mucho tiempo, no sentía que estaba cayendo sola.
Horas pasaron así. El silencio entre ellos era cómodo, pero en su mente, Leonardo no descansaba. Jugaba con su cabello. Le susurraba palabras apenas audibles. Le hablaba de lo fuerte que era, de cómo la admiraba, de cómo merecía el mundo entero.
—Te cuidaría de todo —murmuró—. De los recuerdos, de él… de ti misma.
Y fue en esa frase donde empezó la dependencia.
No fue un beso. No fue un “te quiero”.
Fue un “te cuidaré de ti misma”.
Porque ella lo creyó. Porque lo necesitaba.
Y porque él lo sabía.
Mientras ella dormía, él la observó largo rato. Le acarició la mejilla con un dedo y sonrió apenas.
—Confía en mí —susurró—. Confía... aunque no debas.
Editado: 29.06.2025