Donde muere la lealtad

Capitulo 7

La primera señal no llegó como un grito. Llegó como un susurro maldito entre risas elegantes.

Era una cena. No una romántica —como las anteriores—, sino una de negocios. Noah le pidió que lo acompañara. “Quiero que empieces a conocer mi mundo”, le dijo. Sonrió, como si estuviera compartiendo un secreto. Pero lo que compartía no era un secreto… era una advertencia disfrazada de confianza.

El restaurante era de techos altos y luces tenues, decorado con mármol negro y copas de cristal que tintineaban como si anunciaran una tragedia. Los hombres que se sentaban con Leonardo no eran amigos. Eran bestias disfrazadas de empresarios. Ella lo sintió apenas entró: las miradas afiladas, las manos que se apretaban demasiado fuerte al saludar, el silencio que se hacía cuando alguien mencionaba nombres que no sonaban a personas, sino a sentencias.

Noah cambió. Frente a ellos, ya no era el hombre que le dejaba notas dulces junto al café. Era otro. Su voz era más baja, más dura. Sonreía menos. Observaba como si midiera cuánto valía cada alma en esa sala, y la mayoría no valía nada.

—¿Y qué pasó con él? —preguntó uno de los presentes, un tipo mayor, con cara de haber sobrevivido muchas guerras sucias.

Noah bebió un trago de vino, limpió sus labios con la servilleta y respondió con indiferencia:

—Desapareció. Como debía.

Un silencio denso se instaló en la mesa. Nadie preguntó más. Nadie se atrevió. Ella sintió un escalofrío recorrerle la columna.

Cuando salieron, él la tomó de la cintura como si nada.

—¿Estás bien? —le preguntó.

Ella dudó, pero asintió. ¿Qué iba a decir? Que la forma en la que él había hablado de alguien como si fuera desechable la había estremecido. Que había visto en sus ojos algo... vacío.

—Eran negocios. Tú no tienes que preocuparte por eso —añadió él, dándole un beso en la frente.

Pero esa noche, mientras se desvestía en su habitación, ella se detuvo un segundo frente al espejo. Su reflejo le pareció ajeno. La ropa fina. La piel marcada con el perfume de Noah. El maquillaje aún intacto. Y, sin embargo, se sintió sucia.

Los días siguientes trajeron más detalles. Pequeños. Sutiles. Pero constantes.

Un grito al teléfono cuando hablaba con uno de sus empleados. Frases como “Si no me sirve, no me interesa” o “Hay que enseñar a obedecer, no a opinar”.

Una noche, ella lo escuchó al otro lado de la casa, hablando con alguien. No era una discusión. Era una sentencia.

—Si no se dobla, se rompe. Ya sabes lo que tienes que hacer.

Cuando lo confrontó con la voz temblorosa, él solo la miró y dijo:

—Tú no quieres saber a qué me dedico, ¿cierto?

Ella se quedó en silencio. Porque no quería. Y porque, en el fondo, ya lo sabía.

En otra ocasión, en una tienda de ropa, una dependienta cometió el error de traerle la talla equivocada. Él no gritó. Fue peor. La miró con un desprecio tan puro que la joven se encogió en su lugar.

—Si no puedes hacer bien tu trabajo, quizás deberías dedicarte a otra cosa —le dijo, frío, sin una gota de emoción.

Cuando salieron, ella intentó romper el silencio:

—¿No crees que fuiste… demasiado?

—¿Demasiado qué? —respondió él sin mirarla—. Si no saben cumplir su función, se convierten en lastre. Y yo no cargo con lastres.

Ella tragó saliva. No dijo nada más.

Esa noche, Noah fue dulce con ella. Le cocinó pasta, le encendió velas, le acarició el cuello mientras escuchaban música.

Pero había una oscuridad instalada. Un peso. Como si las paredes hubieran escuchado todo y ahora respiraran distinto.

—¿Confías en mí? —le preguntó él de repente, mientras ella tenía los ojos cerrados y la cabeza recostada en su pecho.

—Sí —dijo ella, pero sonó más como una pregunta.

—Entonces no me cuestiones —susurró él—. Todo lo que hago… lo hago para proteger lo que me importa.



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En el texto hay: libertad, amor, manipular

Editado: 29.06.2025

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