Las palabras de Noah seguían rebotando en su cabeza como una canción enfermiza:
“Todo lo que hago… lo hago para proteger lo que me importa.”
Ella quería creerle. Quería pensar que esa frialdad que veía en él no estaba dirigida a ella. Que él era capaz de separar su mundo oscuro del mundo que compartían juntos, ese rincón de sábanas suaves y palabras dulces que había construido para ella.
Pero cada vez era más difícil ignorar lo evidente.
Una tarde, mientras se maquillaba frente al espejo, notó algo diferente. Su rostro. No era el mismo de antes. Había algo en sus ojos que no se reconocía. Algo apagado, sí… pero también algo vigilante. Como si, sin quererlo, se hubiera entrenado a sí misma para leer señales, para anticipar reacciones, para evitar disgustos.
“¿Desde cuándo empecé a caminar en puntas de pie dentro de mi propia casa?”
Sara volvió a llamarla esa noche.
La voz de su amiga sonaba más distante, más herida. Como si ya no supiera bien cómo hablarle.
—Solo quiero saber si estás bien —dijo—. Si todavía puedes decidir por ti.
—Estoy bien —mintió ella—. Él… él me cuida. Me protege.
Sara suspiró.
—¿Y tú? ¿Te cuidas tú?
No supo qué responder.
Miró a Noah, que dormía a su lado, profundamente. O al menos eso parecía. Su respiración era tranquila, pero su mano reposaba sobre su cintura como un recordatorio. Como una cadena de seda.
Los días pasaban y la incomodidad crecía en ella como una espina. Empezó a notar detalles.
La forma en que Noah sabía exactamente dónde estaba sin necesidad de preguntar.
Los mensajes que desaparecían de su teléfono antes de que ella pudiera volver a leerlos.
Las cámaras en casa. “Por seguridad”, le había dicho.
Pero ahora se preguntaba:
¿Seguridad para quién?
Un día, al salir sola a comprar algo que necesitaba, notó un auto negro estacionado frente a la tienda. No tenía placas visibles. Y aunque intentó ignorarlo, lo volvió a ver más tarde, dos calles después.
Cuando llegó a casa, Noah la recibió con una sonrisa.
—¿Todo bien? —preguntó, acariciándole el cabello.
Ella tragó saliva.
—Sí… claro. Todo bien.
Pero no lo estaba.
Y por primera vez, pensó en irse.
Solo por un momento.
Pensó en empacar una bolsa. En no mirar atrás.
En correr a casa de Sara. En explicar todo.
En salvarse.
Pero entonces escuchó su voz desde la cocina:
—No quiero perderte. Tú eres lo único puro que me queda.
Y con esa frase, volvió a dudar.
¿Y si él también estaba roto? ¿Y si de verdad me necesita? ¿Y si soy su única paz…?
Ese pensamiento la quebró más que cualquier grito. Porque seguía justificando su miedo como amor.
Esa noche tuvo una pesadilla.
Estaba en un cuarto sin puertas. Noah le hablaba, pero ella no podía entender lo que decía. Cada palabra se convertía en una cadena. Y cuanto más lo escuchaba, más se ataban sus manos.
Despertó sudando, con el corazón a mil.
Noah dormía a su lado, tranquilo.
Ella se sentó en la cama, mirando hacia la ventana, como si allá afuera aún existiera una versión de ella que no conocía el miedo.
Y se preguntó, por primera vez en voz baja:
—¿Cómo llegué hasta aquí…?
La respuesta no vino de inmediato.
Solo una punzada en el pecho. Un silencio incómodo.
Y un pensamiento que se repetía cada vez con más fuerza:
“Tengo que salir… antes de que sea demasiado tarde.”
Editado: 29.06.2025