La lluvia llegó antes de lo previsto.
Fina al principio, luego con fuerza. Era el tipo de lluvia que parecía borrar huellas. Para ella, era una señal:
“El día que llueva, me voy.”
Despertó antes que Noah. No hizo ruido. El vestido rojo colgaba de una silla, intacto. Ella ya no lo miraba con ilusión, sino como si fuera un uniforme de guerra.
Abrió el cajón donde había guardado el dinero, doblado entre papeles inofensivos. Lo metió en su mochila, junto al viejo teléfono.
Zapatos cómodos. Pasaporte. Un abrigo largo.
Era ahora.
Iba saliendo del pasillo cuando escuchó la voz que le heló el alma:
—¿A dónde vas tan temprano?
Noah estaba de pie en la cocina. Descalzo. Con una taza de café en la mano.
Su expresión no era violenta. Era peor: era tranquila. Inmóvil.
Como un depredador que no necesita moverse para aterrar.
Ella intentó improvisar.
—Pensé en salir a caminar un poco… despejarme.
—¿Con esa mochila?
—Tiene libros… una libreta…
—¿Y el pasaporte?
Él dio un paso hacia ella. Luego otro.
El sonido de sus pies descalzos sobre el mármol la paralizó.
—¿Te ibas sin despedirte?
No lo dijo como reproche. Lo dijo con una calma tan contenida que dolía más que un grito.
Ella tragó saliva. No respondió.
Noah dejó el café en la mesa. Y con la misma voz que usaba para acariciarla por las noches, dijo:
—Eres lista. Pero no más que yo. —La tomó del rostro, con una suavidad que parecía cariño, pero que dolía como una advertencia—. No tienes idea de cuántas personas ya pensaron en huir de mí antes que tú.
Ella tembló. No por el frío. No por la lluvia.
Por saber que ese era el verdadero él.
Y que siempre había estado ahí.
—¿Tú crees que lo nuestro es un juego? —susurró mientras acercaba su frente a la de ella—. ¿Que puedes irte cuando quieras?
¿De verdad creíste que no lo sabría?
—Noah… yo solo…
—Shh… —le puso un dedo en los labios—. No digas nada que luego te arrepientas.
Esa mañana, no salió.
No hubo caminata. Ni reencuentro con Sara.
Solo silencio. Control. Y una promesa no dicha:
“La próxima vez, no fallaré.”
Noah no volvió a mencionar el intento de huida.
Pero desde ese día, empezó a cambiar las cerraduras.
Ella ya no dormía con la puerta sin seguro.
Su celular fue reemplazado por uno “nuevo”, con funciones limitadas.
Y por las noches, cuando él la abrazaba, ya no era consuelo.
Era encierro.
Un nuevo nivel de prisión.
Más sutil. Más cruel.
Y, sin embargo, ella no se rendía.
Porque, aunque el intento falló, el deseo permanecía.
Y su plan… ahora tenía más razones para concretarse.
La jaula era más visible.
Y por eso, más fácil de romper.
Editado: 29.06.2025