El reloj marcaba las 2:43 a. m.
La habitación estaba en silencio. Noah dormía a su lado, su respiración profunda, pausada, pero no del todo relajada. Incluso dormido parecía controlar el espacio. Ocupaba la cama como si fuese su territorio.
Ella había estado despierta desde hacía más de una hora. Esperando. Escuchando.
Lo había pensado muchas veces en los últimos días, pero ahora su instinto gritaba: es ahora o nunca.
Sara tenía razón. No podía esperar hasta el sábado. Cada día Noah era más invasivo, más controlador. Le pedía que dejara el teléfono en la cocina por las noches, decía que quería que “descansara sin interrupciones”. Le preguntaba a quién veía, por qué no contestaba, y a veces… simplemente aparecía donde ella estaba.
Y ahora, con los hombres siguiéndola, sabía que algo oscuro se avecinaba.
Se levantó despacio, con una lentitud quirúrgica. No encendió la luz. Había memorizado cada rincón de la habitación.
Tomó su mochila, ya preparada. Solo lo esencial: su celular, algo de dinero en efectivo que había ido escondiendo, una muda de ropa, su identificación, un pequeño frasco de perfume —el único lujo que se permitía llevar de ese mundo falso— y una carta. Una que no sabía si tendría el valor de dejar.
Pisó con suavidad el suelo frío, avanzó hacia la puerta.
Pero cuando giró el picaporte, una voz la congeló.
—¿A dónde vas?
No gritó. No se levantó. Solo habló desde la cama.
Ella sintió que el aire se evaporaba.
—Voy a tomar agua —respondió, su voz más temblorosa de lo que habría querido.
Silencio.
Después, la colcha se movió. Noah se sentó en la cama.
—¿Con mochila?
Ella no dijo nada.
Él se levantó lentamente. El silencio pesaba más que cualquier grito. Caminó hacia ella con una lentitud calculada.
—¿Por qué?
—No puedo hacer esto —susurró ella, sin mirarlo—. Me estás encerrando. Esto no es amor, es una jaula.
Él la miró durante varios segundos. Luego, una sonrisa pequeña, fría, se dibujó en su rostro.
—No entiendes nada —dijo, acercándose aún más—. Todo esto es para protegerte. ¿Sabes cuántos te harían daño allá afuera?
—¿Y tú no?
La pregunta lo descolocó. Por un instante, sus ojos parpadearon con algo parecido al enojo. O al dolor. Pero se recompuso enseguida.
—Yo soy lo único que tienes —dijo con voz firme—. Afuera no hay nadie.
Ella sostuvo su mirada. Y por primera vez en semanas, no tuvo miedo de él.
—Eso es lo que tú quieres que crea.
Entonces, giró la perilla de la puerta con decisión.
Pero la puerta no abrió.
Cerrada. Desde fuera. Con seguro.
Noah suspiró, como si lamentara sinceramente lo que iba a hacer.
—No quiero lastimarte. Pero no voy a dejar que te destruyas sola. No después de todo lo que hice por ti.
Ella retrocedió, las lágrimas al borde. Pero no de miedo. De rabia.
—No hiciste esto por mí. Lo hiciste para tenerme. Para controlarme.
—Y aun así sigues aquí —dijo él, casi con ternura venenosa.
Ella se giró, empujó la ventana, abrió la cortina. Cerrada también. Cerradura nueva. Él lo había planeado todo.
Noah avanzó un paso.
—Por favor, no me obligues a hacerlo de otra manera.
Ella se acorraló contra la pared, respirando con dificultad. Pero en su mano aún tenía el celular.
Un solo mensaje, con una sola palabra, ya escrita:
"Ahora."
Le bastaba apretar enviar.
Pero Noah la miraba. Como si supiera lo que pensaba. Como si pudiera oler el miedo.
—Elige bien tus batallas, amor —susurró—. Porque yo nunca pierdo.
Ella lo miró. Sostuvo la mirada. Y apretó “enviar”.
Un segundo de silencio.
Luego, Noah ladeó la cabeza, despacio. Sonrió, sin humor.
—Entonces ya no hay vuelta atrás.
Editado: 29.06.2025