Las palabras seguían en la pantalla:
Mensaje enviado.
Sara lo había recibido. Pero ¿llegaría a tiempo?
Ella no podía esperar.
Noah seguía allí, a solo unos pasos, observándola con esa mezcla de lástima y amenaza que la revolvía por dentro. Su mirada decía todo: Te pertenezco. Me perteneces. No puedes irte.
Pero ella ya había elegido.
Sin darle tiempo a reaccionar, echó a correr hacia el baño. Él la siguió, furioso, sin levantar la voz, pero con los pies golpeando el suelo como un aviso.
Cerró la puerta y echó el seguro. Temblaba. Miró alrededor. Una pequeña ventana. Estrecha, pero quizás…
Empujó. No cedía. Maldijo. Lo intentó de nuevo, esta vez con desesperación.
Del otro lado de la puerta, Leonardo golpeó con calma.
—Sabes que no puedes escapar de mí.
Ella no contestó. Era ahora.
Retrocedió unos pasos, tomó impulso y embistió la ventana con el hombro. Crujió. Siguió empujando. Dolía, pero el miedo anestesiaba.
Al tercer golpe, el cristal estalló en pedazos. No pensó. Trepó con la torpeza del pánico. El marco rasgó su brazo. Sangró. No le importó.
Cayó al suelo húmedo del patio trasero y corrió.
El aire frío la golpeó como un cachetazo. Descalza, con la mochila golpeando su espalda, corrió sin rumbo. No pensaba en el dolor. Solo en avanzar. Solo en sobrevivir.
Detrás, oyó una puerta abrirse. Luego, pasos. Y una voz. La voz.
—¡No te va a servir de nada correr! ¡Sabes que te voy a encontrar!
Pero ella ya no escuchaba razones. Ya no creía en promesas. Solo escuchaba su respiración agitada, el retumbar de su corazón.
Corrió por calles que apenas conocía. Oscuras. Desiertas. El barrio donde él la tenía no era uno común. Ni siquiera sabía dónde estaba con exactitud. Él había manejado siempre. La mantenía desubicada a propósito.
Doblando una esquina, tropezó y cayó de rodillas. El asfalto se incrustó en su piel. Gemía, pero no se detenía. Se levantó como pudo, la sangre manchando su pantalón, y siguió.
Luces de un coche más adelante.
Se ocultó tras un muro bajo. La silueta de un hombre bajó del vehículo. Alto. Fuerte. Uno de ellos.
Noah ya no venía solo.
Su respiración se volvió más corta. Su cuerpo se sacudía del frío y del terror. Estaba perdiendo sangre, el celular casi sin batería. Pero no podía detenerse.
Esperó. Cuando el hombre volvió a subir al coche y avanzó en dirección contraria, cruzó la calle corriendo. Se metió por un callejón y escaló una verja oxidada que le abrió la piel de las manos.
Cada paso era más pesado. Su cuerpo gritaba por descanso. Pero su mente repetía una sola cosa:
Sigue. No te detengas. No vuelvas.
Pasó por detrás de un viejo taller cerrado. Detrás de una carnicería. Se ocultó en un contenedor durante varios minutos. Rezó, aunque ya no creyera en nada.
Y entonces, escuchó pasos de nuevo. Más cercanos.
Una voz.
—¿Dónde estás, amor? No lo hagas más difícil…
Silencio.
—No me hagas ser cruel contigo. Sabes que odio eso…
Ella cerró los ojos. Contuvo la respiración. Se abrazó las piernas. Un zumbido en el celular. Miró:
“Estoy en camino.”
Era Sara.
Pero no sabía si le quedaban minutos… o segundos.
Se deslizó fuera del contenedor, en silencio. Sangrando. Llorando. Sucia. Pero viva.
Y aunque no supiera cómo ni cuándo terminaría todo esto, una chispa nueva brillaba dentro de ella. Ya no era solo miedo.
Era determinación.
Editado: 29.06.2025