Las piernas ya no le respondían.
El aire se volvía más espeso. Sus pasos se volvían erráticos, temblorosos. Sus manos sangraban, su camiseta estaba rota, su cabello pegado al rostro por el sudor y las lágrimas. Todo en ella dolía. Pero su alma... su alma ardía.
Dobla una esquina y se detiene de golpe.
Noah está allí.
Apoyado contra una pared, impecable, como si no hubiera corrido detrás de ella. Sin una gota de sudor. Sin una arruga en la camisa. Con la misma calma inquietante de siempre.
—¿Terminaste de jugar a las escondidas? —pregunta, como si hablara con una niña caprichosa y no con una mujer al borde del colapso.
Ella da un paso atrás. La adrenalina se sacude en su pecho como un tambor. Pero no corre. No esta vez.
—Aléjate de mí —escupe con la voz rasgada, con rabia, con miedo... y algo más: decisión.
Noah sonríe. Una mueca apenas visible, una curva que no llega a sus ojos.
—Tú sabes que eso no es lo que quieres —dice, avanzando un paso—. Lo que necesitas es seguridad. Estabilidad. Y eso solo lo tienes conmigo.
—Lo que yo tenía contigo era una jaula. Y no me di cuenta hasta que ya no podía respirar.
Él se detiene. La observa. Su mirada se afila, pierde esa suavidad falsa. Ahora es otra cosa: crueldad sin maquillaje.
—Fuiste feliz —dice con un tono seco—. Más de lo que jamás lo serás. Yo te saqué del pozo donde te dejó ese imbécil. Te di un lugar. Te cuidé. Te convertí en alguien fuerte.
—Me convertí en alguien rota —responde ella—. Me moldeaste para que no pudiera vivir sin ti, y cuando finalmente lo lograste, empezaste a destruirme desde adentro. Como si fuera un juego.
Noah suelta una risa baja, sin humor.
—No puedes juzgarme por hacer lo que todos hacen. Solo que yo soy honesto al respecto.
—Tú no sabes lo que es el amor. Solo sabes controlar.
Él se acerca más. Ella no se mueve.
—Tú sigues aquí, ¿no? Podrías haber corrido más. Podrías haber pedido ayuda hace mucho. Pero no lo hiciste. Porque parte de ti todavía me pertenece.
Ella lo mira. Firme. Herida. Viva.
—No. Parte de mí te temía. Parte de mí estaba rota. Pero no me pertenecías. Nunca me perteneciste. Y yo ya no te pertenezco a ti.
Él alarga la mano. No con violencia, no con ternura. Con algo más sutil: manipulación disfrazada de caricia.
Pero esta vez, ella no se estremece.
Esta vez, ella da un paso atrás.
—Ya no soy esa mujer que recogiste del suelo. Ahora soy la que se está levantando —susurra con voz temblorosa—. Y no necesito que me sostengan. Me tengo a mí.
El rostro de Noah cambia. Se tensa. No entiende cómo, en qué momento perdió el control. Su mandíbula se aprieta. Por primera vez, se ve frágil. No por ternura. Por frustración.
—¿Crees que puedes salir de esto? ¿Crees que simplemente puedes alejarte? —gruñe, bajando la voz como un látigo contenido—. Yo sé dónde vive tu madre. Sé dónde trabaja Sara.
Ella lo mira con horror.
—¿Vas a hacerles daño?
—¿Depende de ti, no crees?
Un silencio se extiende. Largo. Insoportable.
Y entonces, el ruido de un motor. Un auto que se detiene en la esquina. Faros que los iluminan. Una voz conocida:
—¡Sube, rápido!
Sara.
Noah da un paso. Ella otro. Corre. Noah la sigue, pero solo unos pasos. Sara ya está con la puerta abierta. Ella salta dentro del auto. Sara pisa el acelerador.
A través del vidrio trasero, lo ve quedarse atrás. Quieto. Helado.
No dice nada. No grita. Solo observa.
Pero por primera vez, sus ojos no inspiran miedo.
Inspiran lástima.
Y aunque ella aún no se sienta libre, aunque sepa que el camino recién empieza, una certeza se le clava en el pecho como luz:
Sobreviví a él…
Editado: 29.06.2025