Donde muere la lealtad

Capitulo 22

Noah observaba la pantalla dividida en cuatro cámaras: distintos ángulos de la habitación donde Claudia ahora dormía. O fingía hacerlo. Él lo sabía.

Reconocía el ritmo verdadero de la respiración, el patrón de los músculos cuando el sueño era real. El leve temblor involuntario de los párpados en reposo.

Y Claudia… aún no dormía.

Bien.

Que no duerma.

Que piense.

Que sienta el encierro como un eco interior, no como una reja.

Eso era más efectivo que cualquier cerrojo.

Se sirvió otro trago. El hielo giró con un pequeño chasquido dentro del vaso de cristal tallado. Una ceremonia casi sagrada.

Noah caminó lentamente hacia la pared del fondo, donde colgaba el único retrato que nunca había movido: una figura femenina sin rostro, envuelta en sombras. Lo había comprado en una galería pequeña, años antes de Claudia, pero siempre supo que ese cuadro le hablaba.

Ahora sabía por qué.

—Eras tú —murmuró, observando la silueta entre los trazos—. Siempre fuiste tú. Solo que no lo sabía todavía.

Encendió otro cigarro. El humo subía en espirales grises que se mezclaban con la penumbra del cuarto. El silencio era casi total, interrumpido solo por el zumbido bajo de los ventiladores del sistema de vigilancia.

Noah amaba el silencio.

No el de los espacios vacíos, sino el de la obediencia.

El de una mente que ha dejado de luchar.

Volvió a su consola. Los dedos sobre el teclado bailaban con una precisión de cirujano. Cada movimiento era una incisión en la realidad de Claudia.

Activó un conjunto de mensajes manipulados. Esta vez, correos simulados de Sara a la madre de Claudia. En ellos, frases cuidadosamente escritas:

“Ya no puedo más con ella.”

“Claudia necesita tocar fondo.”

“Es mejor dejar que enfrente sola las consecuencias.”

Mentiras.

Pero no necesitaban ser creíbles para los demás.

Solo para Claudia.

Solo tenían que sonar como algo que podría haber sido dicho. Ese era el secreto: manipular la duda, no la certeza.

“No la cortes con un cuchillo”, pensaba Noah. “Haz que piense que ya está sangrando.”

Abrió otro archivo. Esta vez, videos de Claudia en los primeros días tras su retorno forzado. Grabaciones en las que lloraba, en las que hablaba sola, en las que se tocaba los brazos como queriendo salir de su propia piel.

Las había visto decenas de veces. No por morbo.

Por análisis.

Cada lágrima era un dato. Cada respiración contenida, una pista.

Estudiarla era como leer un idioma que solo él hablaba.

—¿Dónde estás, Claudia, cuando no estás conmigo? —dijo en voz baja—. ¿A qué parte de ti sigues aferrándote, aunque ya no exista?

Giró la silla hacia una estantería baja. Sobre ella, objetos dispuestos con cuidado quirúrgico:

La cadena de luna.

Un mechón de su cabello.

Una carta que Claudia escribió y nunca envió.

Un pañuelo que usó la noche que escapó.

Un anillo que una vez le quitó mientras ella dormía bajo somníferos, una de las primeras noches en que entendió que el control era una danza de símbolos.

Trofeos.

Huellas.

Fragmentos.

Pero Noah no los veía así.

No eran fetiches.

Eran parte del archivo.

Cada cosa que le quitaba a Claudia no era solo suya. Era una pequeña llave más para abrirla desde dentro.

—El problema con ella —susurró, dejando el cigarro en el cenicero— es que todavía cree que tiene elección.

Cree que esto es reversible.

Que puede escapar.

Que hay puertas donde yo solo puse paredes.

Abrió un cajón oculto detrás de un panel. Sacó un frasco pequeño, sin etiqueta. Un líquido claro, transparente como el agua.

Un suero para dormir profundamente, sin sueños. O para permanecer quieta durante horas, sin memoria.

Lo sostuvo entre los dedos como si fuese un diamante.

—Incluso los más fuertes se quiebran —dijo—. Especialmente los que creen que no pueden ser rotos. Porque su caída es más sonora. Más definitiva.

Se levantó y caminó de nuevo hacia los monitores.

Allí estaba ella.

Claudia.

Bajo las sábanas, sin moverse.

No lloraba.

No hablaba.

No intentaba escapar.

Y eso… eso era perfecto.

Era avance.

Noah apoyó los nudillos sobre la mesa de madera, como si hablara con ella a través del vidrio.

—Ya no estás corriendo —dijo con voz casi tierna—. Estás aceptando. Paso a paso. Como se doma a un animal salvaje.

Primero con miedo.

Luego con migas de falsa seguridad.

Y finalmente, con la comodidad del encierro.

Sonrió.

Una sonrisa breve. Dura. Como una grieta en una superficie pulida.

Porque lo sabía.

Sabía que cuando Claudia por fin se acercara y lo mirara no con odio, sino con resignación…

cuando lo llamara no por necesidad, sino por hábito…

cuando prefiriera la jaula a la incertidumbre del mundo…

Entonces sería de verdad suya.

Y nadie podría salvarla.

Ni Sara.

Ni su madre.

Ni siquiera ella misma.

Porque Noah no quería amor.

No quería redención.

Solo obediencia.

Solo la certeza de que fuera de él, no había nada.



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En el texto hay: libertad, amor, manipular

Editado: 29.06.2025

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