La habitación estaba en silencio, pero Claudia ya no lo sentía como una cárcel. Lo sentía como un escenario.
Cada cámara escondida en una esquina, cada micrófono oculto tras los paneles, cada paso que resonaba en los pasillos invisibles… todo formaba parte de un teatro que ella ya no aceptaba como suyo, sino que manipulaba desde dentro.
Noah creía que la había vencido.
Que su voluntad estaba quebrada.
Que la llama se había apagado.
Eso era exactamente lo que ella quería que creyera.
Acurrucada bajo las sábanas de seda gris, con la respiración controlada y la mirada fija en el techo, Claudia repetía su rutina. Una coreografía precisa. Como una marioneta bien entrenada que había aprendido a moverse al ritmo del titiritero… para que este jamás sospechara que, en realidad, los hilos ya no sostenían nada.
Cada noche se quedaba así, inmóvil, sin cerrar los ojos, sin moverse más de lo necesario. Escuchando. Calculando. Sintiendo el ritmo sordo de la casa, los clics apagados de los dispositivos, la mínima vibración en los muros.
No era paranoia. Era precisión.
Era la lucidez que nace cuando ya no queda otra opción que resistir o desaparecer.
“Te fallé, Sara. Me fallé a mí. Pero no va a volver a pasar.”
Las palabras eran un mantra silencioso, una oración hecha con rabia y resignación.
Recordaba aquella noche de su recaptura con una mezcla de náusea y determinación. El momento en que Noah la había encontrado. El instante en que, en medio de la oscuridad, se sintió arrancada de nuevo del mundo.
No gritó. No luchó. Solo dejó que ocurriera.
Porque algo dentro de ella ya sabía que la Claudia de antes había muerto ahí.
Y la que despertó en su lugar… era otra.
Una Claudia más vacía.
Más fría.
Pero también más libre.
Libre, porque ya no esperaba ser salvada por nadie.
Libre, porque había aceptado que la única salida era convertirse en su peor versión… para destruirlo desde dentro.
Y el primer paso era simple: fingir.
Con los labios secos y la garganta tensa, susurró:
—Noah…
Solo una palabra. Apenas un suspiro que las cámaras sabrían amplificar.
Una palabra que, para él, sonaría como sumisión.
Y como si el eco de su voz activara un resorte invisible, la cerradura de la puerta se deslizó y Noah apareció.
Impecable. Controlado. Frío como siempre.
Con ese andar pausado, como quien pisa tierra que le pertenece.
La miró sin hablar. Sus ojos grises parecían medir su respiración, sus pupilas, incluso el tono exacto de su vulnerabilidad.
—¿No podías dormir?
Ella negó con un leve movimiento. Su cuerpo aún bajo las sábanas, sus ojos hacia el suelo, su voz controlada hasta el temblor calculado.
—Tengo miedo otra vez —susurró—. Pero solo cuando no estás cerca.
Las palabras eran cuchillas tragadas al revés. Le dolieron. Se sintieron como traición a todo lo que le quedaba.
Pero funcionaron.
Noah se acercó.
Despacio.
Como se acerca un coleccionista a una pieza antigua, valiosa, casi irremplazable.
Le acarició el rostro con el dorso de los dedos.
Un gesto suave, como si su mano no hubiese roto cosas antes.
—Así está mejor —murmuró él—. No debes tener miedo cuando estás conmigo.
Ella apenas asintió.
Y luego, lo más difícil: sonrió.
Una sonrisa mínima. Milimétrica.
Suficiente para alimentar su ilusión.
“Te creo. Te necesito. Me rindo.”
Eso era lo que Noah quería ver.
Pero por dentro…
por dentro, Claudia estaba afilando cuchillas.
Cada mirada suya era una hoja pulida.
Cada sonrisa una daga escondida entre las costillas.
Cada segundo de ese encuentro, una promesa de guerra futura.
Porque ahora sabía lo que tenía que hacer:
Ganar tiempo.
Ganar confianza.
Y cuando él bajara la guardia, cuando creyera que ella ya no era una amenaza…
Entonces, Claudia iba a quemarlo todo.
Y esta vez, no iba a mirar atrás.