Claudia apenas reconocía el reflejo que le devolvía el espejo sucio en la habitación donde estaba retenida. Cada moratón, cada herida, era una marca de la guerra silenciosa que libraba su cuerpo contra el dolor, contra el miedo, contra la desesperanza.
James no tenía piedad. Sus golpes eran brutales y calculados, diseñados para quebrarla sin dejar señales evidentes en la piel, pero esta vez no se guardó nada. La última vez que la golpeó, le dejó moretones profundos en los brazos y un corte cerca de la sien. No le importaba el daño, solo el control.
Ella recordaba las imágenes enviadas a Noah, como si James quisiera mostrar su poder no solo a ella, sino también al hombre que una vez la tuvo cautiva.
Cada sonido en esa habitación era un eco de su tormento: el crujir de sus huesos al caer, el jadeo contenido, la promesa muda de no romperse.
Pero dentro de Claudia, a pesar del dolor, la llama no se apagaba.
Se repetía una y otra vez:
No soy lo que ellos quieren que sea.
No soy un trofeo, ni una presa fácil.
Había días en que el cansancio parecía una prisión aún más cruel que las paredes. Cuando los golpes cesaban, el silencio se tornaba insoportable, y la mente empezaba a jugar con recuerdos y esperanzas rotas.
Pero Claudia aprendió a fingir.
Cuando James entraba, mostraba una sumisión calculada, un cuerpo dócil y una mirada vacía que él quería ver. Era un acto, pero un acto necesario.
Porque aún en esa oscuridad, Claudia estaba planeando.
Pensaba en Noah, en el hombre que la había tenido secuestrada y la había amado con una mezcla tóxica de obsesión y control. Sabía que Noah no la dejaría ir. Que su desesperación crecería al ver esas fotos, al saber que ella estaba viva pero sufriente.
Y sabía que James era el enemigo más peligroso que Noah había enfrentado. Un hombre sin moral ni límites, cuya crueldad era legendaria.
Pero Claudia no podía permitirse la desesperanza. Si Noah no la encontraba, ella tendría que encontrar la forma de liberarse. No podía depender de nadie.
Entre cada golpe, entre cada lágrima silenciosa, surgía una determinación feroz.
Un día, cuando menos lo esperaran, Claudia volvería a tomar el control.
No importaba cuán profunda fuera la oscuridad.
Ella tenía que ser la luz que rompiera aquella prisión.