La lluvia seguía cayendo con una constancia hipnótica, golpeando los ventanales como si el mundo allá afuera quisiera colarse dentro, recordarles que aún existía. Pero allí, en esa casa de paredes gruesas y cortinas pesadas, el tiempo parecía suspendido.
El cuarto estaba saturado de un silencio denso. No era calma. Era contención. Era una pausa entre el dolor y la rabia.
Noah permanecía inmóvil en la silla junto a la cama. Había pasado la noche entera sin moverse más de unos pasos. Ni siquiera había cambiado de ropa desde que la trajo de vuelta. Su camisa blanca ahora tenía arrugas marcadas, y sus ojeras dibujaban una línea oscura bajo sus ojos. Pero no le importaba.
Todo lo que importaba estaba frente a él.
Claudia.
Dormía, o al menos lo intentaba. Su respiración aún era inestable. Tenía los párpados caídos, la boca entreabierta. El cuerpo, encogido. Como si intentara desaparecer en las sábanas. Pero seguía allí. Destrozada, rota… sí. Pero viva.
Y eso era suficiente.
Por ahora.
Noah no podía apartar la mirada. Su rostro se mantenía inmutable, pero por dentro hervía. Cada vendaje que ella llevaba, cada hematoma, cada herida apenas cicatrizando, era un recordatorio brutal. No solo de lo que le habían hecho, sino de lo que él había permitido que ocurriera. Por segundos. Por errores. Por subestimar a un hombre como James.
Eso no se perdonaba.
Eso se corregía con sangre.
—Todo lo que eres, Claudia… —murmuró, casi sin darse cuenta—. Todo lo que han intentado quitarte… lo voy a recuperar. Con mis manos. Uno por uno.
La habitación olía a lavanda y a medicina. Una fragancia extraña que contrastaba con lo oscuro de sus pensamientos. Se levantó y caminó hasta el ventanal, observando cómo la lluvia distorsionaba las luces del jardín. Afuera, los hombres de seguridad patrullaban en silencio. Dentro, el sistema monitoreaba cada centímetro de la casa. Nadie iba a entrar. Nadie iba a sacarla.
Al menos, no mientras él respirara.
Un leve suspiro lo devolvió a la cama. Claudia se había girado apenas. Sus labios secos intentaban formar palabras.
Se acercó con el vaso de agua.
—¿Quieres…?
Ella apenas asintió. Bebió dos sorbos con dificultad, evitando su mirada. Noah no insistió. No quería invadirla más de lo que ya lo hacía.
—Estás a salvo —repitió—. No tienes que hablar todavía.
Pero sí tenía que escuchar.
Se inclinó y, por un instante, sus dedos tocaron su mejilla con una ternura incongruente. El contacto hizo que Claudia se tensara, aunque no se alejó. Esa leve reacción fue suficiente para que Noah supiera que aún tenía que reconstruirla. O moldearla. Dependía de cómo se viera.
Caminó hacia su despacho y cerró la puerta de cristal con suavidad. Las pantallas lo esperaban como una extensión de su mente. Su mundo real no estaba en el dormitorio. Estaba aquí. En la información. En los rastros. En la cacería.
El rostro de James apareció en el centro de la pantalla. Esa mirada cínica, esa sonrisa torcida. Noah sintió cómo se le tensaban los puños.
—Ubicación actual desconocida, pero uno de sus camiones fue visto cruzando la frontera sur —dijo el analista en tiempo real—. Está en movimiento, pero no por mucho tiempo.
—Localiza al conductor. Lo quiero vivo. Y temblando.
El cursor pasó a una carpeta nueva: fotografías del lugar donde Claudia había estado retenida. Galpón industrial, cámaras destruidas, huellas parciales. Pero no importaba. Noah ya tenía hombres haciendo interrogatorios en las sombras. Algunos de los nombres ya empezaban a aparecer en los registros cruzados de tráfico y vigilancia privada.
Iban cayendo como fichas.
Volvió a mirar a través del vidrio. Claudia no dormía. Lo sabía.
Ella también lo observaba. Lo estudiaba. En silencio.
Y él lo permitía.
—No necesitas confiar en mí —dijo en voz baja—. Solo necesitas entender que nadie más hará lo que yo haré por ti. Nadie más va a arrancarte este dolor de raíz.
Volvió a su silla junto a la cama y le tendió la mano otra vez. Esta vez, Claudia la miró unos segundos más. Y luego, lentamente, la tomó. No con fuerza. No con entrega.
Pero tampoco con miedo.
Era un inicio.
—Vas a sanar. Y vas a volver a ser tú.
La miró, y en su mente, la imagen de Claudia riendo, la Claudia de antes, apareció por un instante. Una visión lejana. Una que pensó que ya no era posible. Pero ahora tenía una misión.
Y nadie, ni siquiera la muerte, iba a quitársela.
Noah se inclinó, besó la frente de Claudia con cuidado, y se alejó.
Afuera, la lluvia empezaba a calmarse.
Pero dentro de él, la tormenta apenas comenzaba.