Donde muere la lealtad (libro I)

Capitulo 33

Los días transcurrían envueltos en una calma artificial. La casa había cambiado: más luz, más detalles, más silencios cómodos. Donde antes había tensión contenida, ahora había un equilibrio nuevo. Frágil. Delicado como una cuerda floja entre el pasado y lo inevitable.

Claudia se movía con pasos aún lentos, pero seguros. Ya no usaba vendas visibles. El médico privado venía una vez por semana. Noah lo supervisaba en silencio, sin hablarle. Como si la sola presencia del extraño fuera una amenaza para algo íntimo, inviolable.

En la mesa del desayuno había flores frescas cada mañana. Té de jazmín, pan tostado, frutas. Claudia, al principio, apenas comía. Pero ahora, tomaba pequeños bocados. Bebía despacio. A veces, lo miraba sin miedo.

Noah nunca lo mencionaba, pero lo notaba todo.

Una tarde, la llevó hasta el ala norte de la casa. Abrió la puerta doble con ceremoniosa calma.

—Esto es para ti —dijo.

Ella dio un paso al interior… y se detuvo.

La habitación era inmensa, con estanterías de madera oscura elevándose hasta el techo. Escaleras móviles. Ventanales altos con cortinas gruesas. Una alfombra color vino cubría el suelo, suave bajo los pies. En el centro, una butaca de lectura junto a una lámpara de pie.

—Mandé construirla mientras dormías —dijo Noah, sin mirarla—. Mandé traer todos los libros que recordaba que te gustaban. Y otros que quizás necesites ahora.

Claudia avanzó sin responder. Rozó los lomos con la punta de los dedos. No era un simple regalo. Era una declaración.

Noah no quería perdón.

Quería quedarse en su mente.

—Gracias —murmuró ella, y él sintió que la palabra, aunque tenue, era real.

Esa noche, cenaron juntos. A la distancia, pero sin tensión. Claudia ya no evitaba sus ojos. Aún había cautela, pero también una extraña aceptación. Como si hubiera entendido que este nuevo mundo era suyo… bajo las reglas de él.

Y mientras Claudia recuperaba su fuerza entre libros, té y sábanas limpias, otra historia ocurría en el subsuelo.

En una cámara sin ventanas, el hombre que había dejado a Claudia con cicatrices ahora se encontraba encadenado.

James.

Tenía la cara ensangrentada, la boca seca, los nudillos rotos. No recordaba cuánto tiempo llevaba ahí. Sin sol. Sin reloj. Sin nombre.

Solo la voz.

—¿Te acuerdas de ella? —susurraba Noah desde la oscuridad—. ¿Te acuerdas cómo la llamabas? "Pequeña muñeca rota", dijiste una vez. Te reíste.

James escupió sangre. No respondió.

Noah activó una pantalla. Mostró una imagen. Claudia. En su nueva biblioteca. Leyendo. En paz.

—Ella está viva. Más fuerte de lo que crees. Más hermosa que nunca. Cada palabra tuya, cada golpe… solo la hizo más mía.

Se acercó. Se agachó frente a James. Le sostuvo la barbilla con guantes de cuero.

—¿Y tú? Tú estás solo. Sin aliados. Sin nombre. Y apenas estamos empezando.

Luego, sacó una caja.

Adentro, instrumental quirúrgico.

El primer grito que emergió de la sala no fue agudo. Fue ahogado. Como si incluso el dolor necesitara acostumbrarse al silencio.

Noah se levantó, sereno, y se lavó las manos.

Regresó a la superficie justo antes del amanecer.

Claudia dormía otra vez, abrazada a un libro en el sillón de lectura. La luz cálida de la lámpara resaltaba las líneas suaves de su rostro.

Se acercó. La cubrió con una manta. No la despertó.

Solo la observó unos minutos, en silencio.

“Esto no es redención”, pensó. “Esto es el nuevo orden”.

Y cuando todo termine, cuando James deje de gritar… ella lo sabrá.

Noah no salvaba.

Noah reconstruía.

A su manera.




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