La biblioteca olía a papel nuevo, madera encerada y un leve perfume de gardenias. Claudia pasaba los dedos sobre una edición antigua de Frankenstein, sin abrirla del todo. No por miedo al contenido, sino por respeto a su propia historia.
—¿Sabes por qué este libro siempre me gustó? —preguntó de repente, sin mirarlo.
Noah estaba sentado en el sillón más lejano, fingiendo leer. Pero no perdía detalle de sus movimientos.
—Dime.
Claudia se giró, con la serenidad de quien ya no se oculta.
—Porque el monstruo nunca fue la criatura. Fue el hombre que lo creó esperando moldearlo… y luego lo rechazó por ser libre.
La frase quedó flotando en la habitación.
Noah bajó el libro con lentitud. Sus ojos se encontraron.
—¿Estás comparándome con Frankenstein?
—Estoy comparándome con su creación —respondió ella con calma—. Y diciéndote que no voy a dejar que tú decidas en qué debo convertirme.
Hubo un silencio denso. No de amenaza. Sino de comprensión forzada.
—Te cuidé —dijo él al fin, sin elevar la voz—. Te devolví la vida.
—No —corrigió ella—. Me salvaste de alguien que me rompió… después de que tú me enseñaras a quebrarme.
Noah no se movió. Ni un tic en el rostro. Pero sus pupilas cambiaron.
—Si vas a seguir ayudándome —prosiguió Claudia—, necesito hacerlo siendo yo. No lo que tú quieres que sea. No tu reflejo, no tu proyecto.
—¿Y qué quieres ser?
—Alguien que elige. Incluso si eso significa equivocarse.
El silencio volvió. Esta vez, acompañado por una rendija de vulnerabilidad que a Noah le era tan ajena como insoportable.
Se levantó, se acercó, se detuvo a escasos pasos de ella.
—¿Y si me dejas fuera de esa elección?
Claudia lo miró a los ojos, sin odio, pero sin miedo.
—Entonces tendrás que decidir si me quieres libre… o no me quieres en absoluto.
Esa noche, Noah caminó solo por la casa. Las cámaras seguían activas, pero no las miraba. Por primera vez en semanas, dejó que Claudia durmiera sin vigilancia directa.
Abrió su despacho. Las imágenes de James encadenado seguían ahí, en loop.
Pero no las miró.
En lugar de eso, activó una orden silenciosa: reducir la vigilancia dentro del ala donde Claudia dormía. Una decisión pequeña. Pero para él, era como desactivar un nervio.
Volvió a su habitación sin cigarro, sin trago.
Y soñó.
Soñó con Claudia riendo. No como antes. Sino como nunca. Lejana. Inaccesible. Pero viva.
Al día siguiente, Claudia bajó con el cabello suelto por primera vez. Vestía simple. Cómoda. Nada de las sedas costosas que Noah le había impuesto. Y, aun así, estaba más fuerte que nunca.
—Quiero saber en qué estás con James —le dijo, sin rodeos, mientras desayunaban juntos.
Noah alzó una ceja.
—No por compasión —aclaró—. Quiero entender el tipo de oscuridad que estás dispuesto a desatar… por mí.
Él respiró hondo. Luego, con inusitada franqueza, se lo contó: cada pérdida de James, cada traición interna, cada despojo de dignidad.
Y cuando terminó, Claudia no lloró.
Solo dijo:
—Entonces ya está roto. Ya no queda nada que probar.
—¿Quieres que lo deje ir?
—Quiero que seas tú quien decida si aún necesitas aplastarlo… o si ya lo venciste.
Noah no respondió de inmediato.
Pero por primera vez, sintió el peso de la elección como algo que no podía tomar solo.
Y eso, en él, era una grieta.
Una grieta que tenía forma de mujer.
Más tarde, cuando Noah volvió a su sótano, no miró a James.
Solo apagó las cámaras.
Y subió a la biblioteca, donde Claudia lo esperaba con una taza de té humeante… y un cuaderno abierto.
Había algo escrito.
Solo dos palabras: “Mi historia.”
No la de él.
No la de James.
La suya.
Y por primera vez en mucho tiempo, Noah no se sintió el autor de una vida ajena.
Se sintió parte de un relato… que quizás no controlaría.
Pero que tampoco quería perder.