La mañana llegó sin tormenta.
El sol se filtraba entre las cortinas del ventanal, tibio y silencioso, como si también él supiera que algo había cambiado.
Claudia estaba sentada frente al piano antiguo del salón. No lo tocaba, solo apoyaba los dedos sobre las teclas, probando el frío marfil bajo sus yemas. Llevaba puesta una blusa blanca y el cabello atado de forma suelta. Tranquila, sin maquillaje. Real.
Noah la observaba desde el marco de la puerta. Llevaba horas trabajando en su despacho, pero algo en la forma en que ella respiraba le hacía volver, una y otra vez, como atraído por una gravedad nueva.
—¿Sabes tocar? —preguntó él con tono bajo, como si el aire no pudiera ser roto del todo.
—Antes, sí —respondió sin mirarlo—. Ahora es como si mis dedos recordaran, pero mi alma aún no supiera qué hacer con la música.
—Tómate tu tiempo.
—¿Es en serio?
—Sí —dijo Noah, y se acercó despacio—. Me gusta verte así.
Claudia lo miró, y por primera vez no buscó en su rostro rastros de su control, sino señales de su verdad.
—No tienes que regalarme más bibliotecas o vestidos, Noah.
—¿Y qué debería darte?
Ella se giró del todo. Lo miró fijo. No había rastro de sumisión en su voz, ni de desafío. Solo verdad.
—Paz. Espacios donde pueda ser yo. Silencio sin miedo. Y, si puedes, tu confianza.
Noah bajó la mirada por un segundo, como si esas palabras le quemaran un lugar que no sabía que tenía.
—Lo estoy intentando.
—Lo sé —dijo ella—. Por eso sigo aquí.
Se hizo un silencio largo. Uno que no pesaba, que no hería. Claudia volvió al piano y presionó una tecla. Luego otra. Pequeños sonidos, torpes, pero vivos.
Noah se sentó a su lado, sin decir nada más.
Y durante unos minutos, el mundo se redujo a notas sueltas, respiraciones compartidas y la primera capa de algo que no era obsesión: era conexión.
Esa noche, Noah bajó solo al nivel más profundo de la casa.
No era su sótano. Era su otra mente: pantallas, mapas, teléfonos encriptados, archivos de enemigos, aliados, traidores. James seguía vivo, custodiado en una celda remota, en algún lugar al que solo Noah tenía acceso.
Activó el canal privado.
—¿Algún movimiento del círculo de Hong Kong?
—Sí —respondió su agente en la línea—. El viejo socio de James se reunió con Nikolái hace 48 horas. Planean comprar rutas ahora que James está desaparecido.
Noah apretó el puente de la nariz. No podía darse el lujo de descansar. No aún.
—Congélales las cuentas. Quiero que no puedan mover un solo centavo. Y activa la vigilancia a distancia sobre Claudia. Invisible. Pero efectiva.
—¿No confías en ella?
—Confío en ella más que en mí mismo —respondió Noah, seco—. Pero el mundo no merece esa confianza. Y yo… todavía no puedo perderla.
Volvió al piso superior cerca de la medianoche. Encontró la biblioteca encendida con una luz suave. Claudia dormía en el sillón, con un libro abierto en el regazo. Uno de psicología. Uno que hablaba de reconstrucción del yo.
Noah se arrodilló frente a ella. Le retiró el libro con cuidado. La miró dormir.
Y por primera vez, no pensó en encerrarla. Ni en corregirla.
Pensó en protegerla.
De verdad.
Incluso de él.
Al día siguiente, la casa amaneció con una nueva rutina. Noah desayunó con ella en la terraza. No le pidió nada. No la forzó a conversar. Solo estuvo.
Claudia, poco a poco, empezó a mostrar matices: sonreía cuando leía, fruncía el ceño cuando pensaba. Cocinó una vez. Se rio cuando el arroz se quemó.
Y Noah… no solo la miraba.
La escuchaba.
—Si alguna vez tengo miedo de nuevo, quiero que seas tú quien me lo quite —le dijo Claudia una tarde, mientras paseaban por el jardín que él mandó restaurar.
—Lo haré.
—Pero no con barrotes, Noah. No con paredes invisibles. Quiero que me mires, no que me vigiles.
—Estoy aprendiendo.
—Está bien que te tome tiempo —dijo ella, y le tomó la mano por voluntad propia—. Yo también estoy aprendiendo.
Esa noche, mientras Claudia dormía, Noah volvió a su red de operaciones. Estaba en marcha la destrucción final del círculo que James había dejado atrás: contactos, cuentas, aliados, fantasmas.
Pero algo en él era distinto.
Ya no destruía por demostrar poder.
Lo hacía para hacer espacio.
Para que, por fin, existiera un lugar donde ella no tuviera que huir.
Ni de él.
Ni de nadie.