Donde muere la lealtad

Capitulo 40

Claudia despertó antes del amanecer.

Noah aún dormía, por primera vez en días, profundamente. La tormenta había pasado, por fuera. Pero adentro, en ella, se empezaba a formar otra.

Se levantó sin hacer ruido, vestida con ropa neutra, cabello recogido, sin joyas. Bajó al despacho y revisó una copia del expediente que había guardado del ataque mediático. Las fechas. Los nombres. Los sellos falsificados.

La historia tenía huecos. Demasiado perfectos.

Ella ya no era ingenua. Sabía leer los subtextos, los patrones, la mentira disfrazada de preocupación pública. Y había una cosa que el enemigo no calculó bien:

Claudia ya no era solo la víctima que habían usado contra Noah.

Ahora, era el arma que iba a devolver el golpe.

Primero, contactó al reportero que firmó el artículo.

Fue fácil encontrarlo. Se hacía llamar F. Rivas, pero su nombre real era Fernando Rivero, un periodista freelance pagado por filtraciones anónimas.

Claudia no fue a él con rabia.

Fue con una sonrisa.

—¿Quieres saber la verdad sobre Noah? —le dijo al encontrarlo en una cafetería de San Telmo—. Te la voy a mostrar. Pero solo si tienes el valor de publicarla sin miedo a las consecuencias.

Le entregó una carpeta con pruebas: los registros del hospital donde fue tratada después del cautiverio, las grabaciones editadas por Evan, y un correo anónimo enviado a su buzón que contenía coordenadas falsas donde supuestamente Noah escondía “otras mujeres”.

—Te usaron —le dijo ella—. Igual que intentaron usarme a mí. Pero ya no.

Rivero quedó en shock. No dijo nada. Solo tomó la carpeta. Prometió investigar.

Claudia sabía que no bastaba.

Después, fue a la antigua oficina de Evan.

El edificio estaba desierto, pero uno de los antiguos asistentes aún trabajaba en seguridad.

Claudia le pagó por las copias de los discos duros.

Lo que encontró era claro: Evan había estado vendiendo información a una red rival de traficantes desde antes de desaparecer. Y ahora… estaba usando viejos secretos de Noah para quebrarlo.

Con una carpeta digital armada, Claudia regresó a casa.

Noah aún no sabía nada.

Pero la vio llegar con barro en las botas, ojeras bajo los ojos y una determinación que no se le había visto desde antes del encierro.

—¿Dónde estuviste? —preguntó él, levantándose.

Claudia levantó la mano.

—No preguntes. Solo escucha.

Le mostró todo. Cada archivo. Cada foto. Cada grabación.

Noah no habló por varios minutos.

Luego, rio. Bajo. Oscuro.

—Así que Evan no está muerto.

—No —dijo Claudia—. Solo está muy cómodo creyendo que yo era tu punto débil.

Ella lo miró a los ojos.

—Pero lo que no sabe… es que ahora soy tu cómplice.

Esa noche, Noah la vio de otra manera. No con deseo, ni con ternura.

Con respeto.

Había esperado ganar su confianza.

Lo que no esperaba… era ganarse una aliada.

Días después, un nuevo artículo salió publicado.

“LA VERDAD DETRÁS DE LOS MONSTRUOS: Claudia D. rompe el silencio.”

En él, Claudia hablaba de manipulación mediática, falsificación de pruebas, la peligrosa facilidad con la que una historia puede torcerse si una mujer vulnerable no tiene voz propia.

Pero lo más potente estaba al final:

“Noah no es un hombre perfecto. Pero no es el monstruo que quieren pintar.

Yo lo vi en sus peores formas. Y elegí quedarme. No por dependencia.

Sino porque entendí que el amor, cuando se reconstruye con verdad, no necesita ser puro.

Solo necesita ser real.”

La red que protegía a Evan comenzó a colapsar. Las cuentas congeladas. Los contactos cortados. La prensa se dividió entre escándalo y reivindicación.

Y Claudia…

Claudia caminaba por la casa como si ya no le perteneciera a nadie. Ni siquiera a Noah.

Pero él la seguía con la mirada.

No como quien observa una posesión.

Sino como quien presencia el nacimiento de una fuerza que nunca debió ser contenida.

—¿Qué vas a hacer con Evan? —preguntó ella una noche.

Noah bebió lentamente.

—Todavía no decido si merece desaparecer… o ser expuesto.

Claudia se acercó y le susurró al oído:

—Hazle lo mismo que intentó hacerme a mí. Que todo el mundo lo vea. Que no quede ni un rincón donde pueda esconderse.

—¿Y tú?

Ella sonrió.

—Yo tengo libros que terminar. Y una vida que al fin me pertenece.

Evan no sabía que la guerra había cambiado de manos.

Y que ahora, quien apretaría el gatillo no era solo Noah…

Era Claudia, con la mirada firme y la voz de quien volvió del infierno sin pedir permiso.




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