Habían pasado cinco años desde la última vez que alguien mencionó su nombre en una sala de guerra.
Desde que Noah destruyó la última pieza de un tablero que ya no le interesaba jugar.
Ahora vivían en una cabaña de madera y piedra en los bordes de un bosque profundo del norte. No había cámaras. No había claves. No había órdenes cifradas que dieran paso a la violencia. Solo el crujir del suelo bajo los pies descalzos, el murmullo del río no muy lejos, el aullido lejano de un lobo que no amenazaba a nadie.
La casa era amplia, pero no ostentosa. Noah la había diseñado con sus propias manos, desde la madera de los pisos hasta los ventanales que se abrían hacia un lago que parecía espejo. A veces, en las mañanas, la niebla descendía con la suavidad de una promesa, y Claudia salía al porche con una taza de té entre las manos, envuelta en un suéter de lana gruesa.
No decía nada.
Ya no necesitaba decirlo todo para que él entendiera.
Tenían un perro, un pastor negro con nombre simple: Luz. Claudia lo había encontrado herido en uno de sus paseos y Noah lo había curado en silencio. Luz no se separaba de ellos desde entonces. Ni de día ni de noche.
Claudia escribía. Sus libros se vendían con seudónimo, relatos sobre la libertad, sobre mujeres que perdieron todo y aun así aprendieron a levantarse.
Noah había dejado atrás los negocios. Ahora construía muebles. Leía. Cuidaba de su jardín como si cada flor fuera un secreto que merecía ser protegido. Había aprendido a vivir sin vigilancia, sin castillos ni trampas.
—Nunca pensé que llegaría a esto —dijo una tarde, sentado en la terraza con Claudia a su lado, los pies de ambos tocando el suelo de madera, las manos entrelazadas—. A tener paz sin sentir que debía pagar por ella con sangre.
Claudia lo miró. Sus ojos ya no estaban rotos. Ya no eran los de una víctima. Eran los de una mujer que había sobrevivido… y ganado.
—No fue gratis, Noah. Lo pagamos con cada cicatriz.
Él asintió.
—¿Volverías atrás?
—Jamás —respondió ella, apoyando la cabeza en su hombro—. No si eso significa no llegar hasta aquí.
A veces viajaban al pueblo más cercano, a comprar frutas o café. Nadie los reconocía. Noah tenía barba ahora. Claudia hablaba poco con extraños, pero siempre sonreía. En invierno, ayudaba en la biblioteca local como voluntaria. En verano, recogía flores silvestres con niñas que no sabían quién había sido.
Solo quién era.
Un día, mientras la lluvia golpeaba los cristales de la cabaña, Noah encendió la chimenea. Claudia se sentó frente a él, con un cuaderno abierto.
—Estás pensando algo —dijo él, sin levantar la vista del fuego.
—Sí. Que este es el final que merecíamos.
Él respiró hondo.
—Y sin embargo… no parece un final.
Ella cerró el cuaderno.
—Porque no lo es. Es solo un nuevo comienzo.
Él sonrió.
—¿Uno donde ya no tengo que destruir imperios?
—Uno donde basta con plantar un árbol.
Y así lo hicieron.
Primavera tras primavera, sembraban algo nuevo: un manzano, un rosal, una vida. No necesitaban más.
Porque después de todo lo que fueron…
...ahora solo eran Claudia y Noah.
Vivos.
Juntos.
Y en paz.