Donde mueren los atardeceres

CAPÍTULO I: Rostros en la penumbra

"Pensar en uno mismo antes que en los demás nunca será un acto de egoísmo, no cuando nuestra felicidad dependa de ello."

Recuerdo que mi madre me lo repetía una y otra vez, como un mantra. Cada vez que notaba algo en mí, un cambio, por pequeño que fuera, solía decirla.

Ahora, sentada en el balcón de esta vieja casa, a las cuatro de la mañana, me pregunto si tendría razón.

Nunca supe decir que no. Sentía que debía ayudar a los demás, incluso cuando eso significaba olvidarme de mí. Y si no lo hacía, una voz persistente en mi cabeza me recordaba lo egoísta que era.

Y mira a dónde me llevó eso.

Aun intentando complacer a todos, terminé aquí. Sola. Con el recuerdo constante de todo lo que perdí.

Pensé que al elegir mi bienestar todo se sentiría más liviano. Pero desde entonces, la culpa se ha instalado en mí como una sombra persistente. Vivir para otros siempre fue mi forma de existir, y ahora que eso ha desaparecido, todo parece perder su sentido. Como si mi existencia necesitará siempre estar atada a alguien más para sentirse real. Como si mi valor sólo tuviera sentido cuando alguien lo validaba. Y ahora que no hay nadie controlando mis pasos, diciéndome qué hacer, qué no decir, qué vestir o cómo sonreír, no hay nadie a quien demostrarle nada. Ni siquiera a mi.

Y eso… duele.

Porque me enfrenté a mis miedos, lo dejé, salí de la rutina que me asfixiaba. Tomé la decisión más valiente de mi vida, pero en lugar de sentirme libre, me siento vacía. Porque aunque era infeliz, al menos sabía cómo vivir esa infelicidad, tenía una estructura, por rota que estuviera. Ahora solo tengo tiempo, espacio… y a mí misma. Y a veces no se que hacer con eso. Tal vez mi madre sí tenía razón, pero nadie me advirtió lo difícil que sería sostener esa decisión cuando el silencio cae, cuando no hay comprensión, ni una mano que te diga “hiciste lo correcto”. Solo está el eco de lo que fuiste… y la incertidumbre de lo que queda por construir.

Desde hace meses, dormir más de tres horas seguidas se me hace casi imposible. Las pocas veces que el sueño me alcanza, me arrastra de vuelta a momentos que intento olvidar, como si me estuviera autosaboteando y no me dejara sanar.

Miro hacia el interior del salón. La luz azul del amanecer se cuela entre las cortinas y dibuja siluetas familiares. El sillón verde sigue ahí. El que él adoraba. Lo mantengo, no porque quiera, sino porque no he sido capaz de deshacerme de él. Como si hacerlo fuera aceptar del todo que ya no está.

Han pasado exactamente diez meses desde aquel día. Desde que, por primera vez, elegí lo que yo sentía por encima de lo que él esperaba de mí. Y a pesar de todo el daño que me hizo, sigo sintiéndome culpable.

O quizás solo… vacía.

Entonces, el recuerdo de aquella tarde de agosto vuelve con una claridad punzante.

El calor sofocante convertía el salón en un horno. Él estaba ahí, en su sillón, con el pelo negro revuelto, la frente sudada y esa expresión dura. La música sonaba fuerte, anulando cualquier otro sonido. Yo me sentía ausente. No podía moverme. Las palabras se quedaban atrapadas en mi garganta.

Tenía miedo. Miedo a su reacción. Miedo a que, como tantas otras veces, perdiera el control.

Nunca pensé que sería yo quien lo dejaría.

Me levanté. Las piernas me pesaban. Mi mirada se detuvo en los marcos de fotos alineados sobre la estantería. Sentía la boca seca. Una parte de mi me suplicaba que dejara pasar aquello, que solo sería otra mala temporada como otras tantas que habíamos tenido. Que pronto todo sería tal como era al principio, o como creí que fue todo ese tiempo. Pero la otra parte, la racional, la que siempre ignoraba me decía que todo esto se tenía que parar, que todo había llegado muy lejos, que yo ya había sufrido demasiado. Todo era una mezcla de decisiones que aún no podía gestionar.

Y entonces, sin pensar, hablé: —Quiero dejarlo.

Mi voz fue baja, pero firme. A pesar del volumen de la música, me escuchó. Por primera vez en todo el día, me miró… y se echó a reír.

—¿Dejarlo? A ver, ¿cuántos días te tomó pensar esto? ¿Un día? ¿Dos? ¿O simplemente el calor te dejó un poco más tonta de lo que ya eres?

Se levantó. Imponente. Su ceño fruncido no dejaba dudas. Era de esas personas que con tan solo verles un gesto sabías que se le estaba pasando por la cabeza. Y tras años a su lado haciéndome sentir de su propiedad supe que no iba a dejarme marchar tan rápido. Yo era su objeto. Y lo dejó claro en el momento en el que se acercó como una bestia que acorrala a su presa con la certeza de que no podrá escapar.

—¿Estás segura? Sabes que sin mí volverás a sentir ese vacío que tanto temes. Ya no tienes a tu familia para ir a llorarles. ¿Estás del todo segura?

Cada palabra era un golpe seco. Y sabía que, en parte, tenía razón. Para él, mi familia era su baza más fuerte, aquella que le hacía ganar todas las partidas. Y a pesar de usar eso de esa manera tan rastrera yo caía constantemente. Pero ese día no.

—Lo digo en serio— le sostuve la mirada—. Estoy harta de que me trates como una mierda, cuando la verdadera mierda eres tú. Me cansé de escucharte, de mirarte, de soportarte. Ya no más.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.