Donde mueren los atardeceres

CAPÍTULO II: El abrazo del pasado

La semana pasó con una rapidez que hacía tiempo no experimentaba, y esta vez esa sensación de vacío ya no estaba. Pilar y yo sudábamos sin parar mientras dábamos los últimos retoques a los arreglos para la fiesta anual del pueblo. Quien nos viera desde fuera, pensaría que trabajar con flores era algo delicado, casi poético, pero en realidad, cuando se trata de preparar decoraciones para la fiesta más importante del año —la que organiza la mujer del alcalde con su habitual exceso de entusiasmo— todo se convierte en un campo de batalla de colores, opiniones y flores arrancadas en el último momento.

El pueblo, aunque pequeño y costero, presumía de tener una de las decoraciones más elaboradas. Y no era casualidad. La mujer del alcalde, una señora de sonrisa tensa y tacones imposibles, insistía cada en que los arreglos fueran "vibrantes, modernos, inolvidables". Según ella, eso atraía turismo, dinero, y daba buena imagen. Según nosotras, solo atraía dolores de espalda y demasiadas horas de trabajo sin tregua.

—¡Ese azul ya no se lleva! El color de este verano es el rosa coral, ¡rosa coral! —nos había dicho esa misma mañana mientras agitaba una revista con aire triunfal.

Pilar murmuró algo entre dientes, apretando las tijeras de podar con un gesto que rozaba lo amenazante. Lo cierto es que desde que comencé a trabajar en la floristería, la señora se volvió menos hostil. Decía que el negocio "había rejuvenecido" conmigo, como si yo fuera una nueva maceta en el escaparate.

Dos días. Solo quedaban dos días para que todo empezara. Por eso Pilar y yo íbamos de un lado a otro sin tiempo para pensar en nada más que en flores, y más flores.

La campanita sobre la puerta sonó. Al girarme, vi a Antonio cruzar el umbral con su bastón en la mano y el sombrero en la otra.

—Buenas, chicas. Veo que la bruja les ha dado más trabajo de última hora —dijo, dejando el sombrero en el perchero con ese aire suyo de capitán retirado.

—Y que lo digas —respondió Pilar, dejando las tijeras sobre la mesa y acercándose a él con una sonrisa traviesa—. Nos ha hecho cambiar el azul de cada maldito arreglo y arco por unas rosas "modernas y femeninas". Como se le dice ahora, parece una influencer frustrada. ¿Verdad, mi niña?

Yo solo sonreí. No quería interrumpir ese momento entre ellos, sobre todo porque sabía el esfuerzo que le costaba a Antonio subir hasta allí. Vivían en la parte baja del pueblo, cerca del puerto. Siempre habían vivido allí, y no tenían intención de irse nunca, ni siquiera si eso significaba estar más cerca del trabajo.

Me giré hacia el último arreglo del día. Era uno de los más grandes, destinado a la plaza principal. Rosas de jardín en tonos coral y salmón, peonías blancas, ramas de eucalipto que aportaban frescura y altura, y unas cintas de lino natural colgando en forma de cascada. Había incluido, a modo de detalle personal, pequeñas dalias anaranjadas escondidas entre las hojas, como si quisieran pasar desapercibidas. Siempre me gustó la idea de belleza discreta.

Me gustaba cuidar cada trabajo. Daba igual si era para una boda, un cumpleaños o un simple ramo de disculpas. Para mí, trabajar con flores era mucho más que una ocupación. Era lo que siempre soñé hacer, lo único que me hacía sentir útil.

Mis padres lo sabían. Nunca se opusieron. Nunca me juzgaron.

Mis padres.

Pensar en ellos aún me removía algo dentro. Su voz, su presencia, su apoyo constante. Hacía años que no tenía contacto con ellos, y aunque a veces los extrañaba con una punzada en el pecho, me decía que era mejor así. Estaban mejor sin mí. Sin tener que ver en lo que me había convertido.

Una cobarde.

El sol comenzaba a caer, tiñendo de dorado los escaparates. Pilar y Antonio se habían refugiado en la parte trasera de la tienda, en la pequeña mesita donde siempre se tomaban su café. Me acerqué a la puerta con pasos suaves y toqué con los nudillos para no sobresaltarlos.

—Ay, perdona hija —dijo Pilar al verme—. Entre charla y charla, se me olvidó todo el desastre que hay fuera.

—No te preocupes, ya está todo listo. Y creo que hoy me iré temprano, si no te importa.

Pilar me miró con sorpresa. No solía irme antes del cierre, ni siquiera en los días más tranquilos.

—Claro que no, preciosa. Te lo has ganado. Trabajas demasiado, un día no te va a quitar todo lo que haces por nosotros.

Antonio asintió con una sonrisa cansada.

—Además, eres joven. Tienes que disfrutar un poco de lo que la vida te da ahora.

Les dediqué una sonrisa sincera, de esas que no me nacían a menudo. Ellos eran lo más parecido a una familia que tenía ahora. Salí, y la campanita sonó detrás de mí como un pequeño recordatorio de que algo había terminado.

Me quedé quieta en la acera.

—¿Qué podía hacer con ese rato libre?

Llevaba casi un año sin hacer nada que me gustara. Solo desviaba mi rutina para hacer la compra, y a veces ni eso. Pensé en la plaza, en las calles que bajaban hacia el puerto, en la tienda donde solía comprar mis sudokus. Sí, sudokus. Me ayudan a concentrarme, a dejar la mente en blanco por unos minutos. Había intentado leer novelas pero me costaba seguir el hilo. Siempre me perdía entre los personajes y terminaba releyendo la misma página.




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