No me arrastró el mar.
Ni el viento, ni la lluvia, ni las sombras de mi pasado.
Caminé hasta casa empapada, con los zapatos haciendo ese sonido pegajoso que tienen cuando el agua ha calado hasta los calcetines. Cuando por fin llego, cada zapato suena como una esponja al caer al suelo. Me los quito y… Dios. Mis pies están arrugados, rojos con olor a humedad y calle sucia. Me da asco hasta tocarlos. Lo peor es que ya no siento los dedos, solo un hormigueo triste.
No encendí la luz. Me dejo caer en el suelo de baldosas azules sin pensar demasiado. El frío me atraviesa enseguida, subiendo por las piernas como una corriente lenta. La tela mojada del pantalón se adhiere a la piel con una incomodidad pegajosa. Las baldosas están duras, lisas, algo resbaladizas por el agua que gotea de la ropa. Puedo sentir como empieza a formarse un pequeño charco debajo de mi. Me apoyo con la espalda en el armario; la madera es firme, algo más cálida que el suelo, pero igual de inmovil. No me muevo. Solo dejo que el olor a ropa mojada inunde la cocina. Todo está quieto, frío, plano.
Me quedé así durante horas. El reloj marcaba las dos de la mañana cuando por fin tuve fuerzas para levantarme y quitarme la ropa.
No lloré.
No dormí.
Al amanecer, salí al balcón. La calle aún estaba vacía, el cielo, gris y denso, como si todo el pueblo supiera que la máscara que había llevado por meses se había roto. Miré hacia el mar. No había olas, solo una calma tensa. De esas que preceden a las tormentas.
Me prepare un té y lo deje enfriar en la encimera. Después me fui a vestir. Me miré al espejo. La misma de ayer, pero con los ojos más hundidos. Y entonces supe que no podría contárselo a nadie.
Ni a Pilar.
Ni a Antonio.
Ni a nadie.
Porque él había vuelto. Y yo… yo no sabía cuánto tiempo sería capaz de aguantar la distancia.
Al salir de casa agarré la mochila que seguía empapada. No le di importancia, simplemente metí lo necesario y salí otro día más hacia el trabajo. Ese día era el preámbulo de las fiestas; se encendían las hogueras a lo largo de todo el pueblo para darles inicio. A pesar de ser casi las siete de la mañana, en mi caminata vi cómo gente con camiones se dirigía a la plaza donde estaría la hoguera más grande. Las pequeñas, hechas entre grupos de amigos, ardían en la playa.
El cansancio en mis párpados era notable esta vez. El malestar de mi cuerpo por la lluvia era mayor que el malestar emocional. Este día no agradecí esa cuesta hacia el trabajo, ni mucho menos ver cómo estaba la alcaldesa allí, delante de Pilar y Antonio, con esa superioridad que alibaba más ese día.
Al entrar en la tienda, la campana llamó su atención. Por un segundo pensé que la mujer sonreía como siempre, pero no fue así. Comenzó a gritar, a quejarse, a decir cosas que simplemente omití. No tenía ánimo ni ganas de pelear más con esa mujer. Así que, sin decir mucho, solté:
—Mire, señora alcaldesa —empecé con voz seca, cortante—, ya entendemos su preocupación, pero no va a venir a romper semanas de trabajo con sus caprichos de última hora. Aquí no se hace nada al gusto de quien grita más fuerte.
Hizo un gesto con la mano, arrogante, lista para replicar, pero no le di la oportunidad.
—Con todo respeto, sé bien el aprecio que su marido le tiene a mis jefes, y no creo que se tome bien que los haga trabajar hasta altas horas de la noche por su edad y condiciones, más aún con la cercanía de las fiestas. Aquí no vamos a permitir que pisoteen nuestro trabajo.
La alcaldesa quedó muda. Supongo que nadie la había enfrentado así en mucho tiempo, pero yo sabía lo importante que era el matrimonio para el alcalde y ya me había callado aquello mucho tiempo. Lo conocí en un pequeño trabajo: un señor amable, un poco mandón, pero nada del otro mundo. Cuando nos vimos por primera vez, me contó lo bien que estaría en la floristería, que los dueños eran las personas más dulces, que él había trabajado allí de joven para ganar dinero un verano.
Por eso sabía ese dato. La mujer sabía bien que esos señores eran casi intocables, por eso, sin decir nada se marchó. Con un humor de perros y la cara maquillada, desfigurada, pero se fue. Al fin, algo de paz.
Pilar y Antonio se quedaron mirándome, con preocupación y asombro. Aunque me sentí realmente expuesta al notar cierta incomodidad en sus rostros.
—Yo… lo siento. No quería ser grosera, pero ya no tenía sentido aguantar todo esto a menos de un día de las fiestas. Este año nos lo hemos currado mucho —dije mientras miraba mis manos, entrelazadas—. Simplemente quería que os dejara en paz por una vez.
Pilar se acercó, tomó mi cara con amor y acarició mis mejillas. Antonio, en cambio, fue a la parte trasera y en unos minutos volvió con una taza de té, el que tanto me gusta.
—Te lo agradecemos, mi niña. Ha sido un detalle, un alivio que alguien por fin dijera algo —me acariciaba las mejillas, ahora rojas, y luego agarró mis manos para que me sentara en una silla—. Pero estamos preocupados. No es por la alcaldesa. Es por cómo has llegado. Como si hubieras pasado la noche en la calle. ¿Qué ha pasado, cielo?
No podía decírselo. Me lo había prometido en la cocina de mi casa. Ellos no podrían entender todo lo que había pasado, todo lo que estuve arrastrando durante meses. Los quería, pero no quería que vieran quién era realmente. Que se les cayera la imagen que tenían de mí: esa chica callada, con pasión hacia su trabajo, que siempre iba directa a casa porque no le gusta socializar ni dar paseos, que hace sudokus y toma té como si ya hubiese vivido una vida larga. Esa versión me había mantenido con vida esos meses.