El cielo de Aetheris ardió en un festín de colores iridiscentes, como si las estrellas hubieran rasgado el telón de la noche para dejar escapar el aliento de los dioses. En las torres de Luzval, donde el tiempo se doblaba sobre sí mismo, los antiguos guardianes inclinaron sus cabezas coronadas de siglos. No era asombro lo que tensaba sus rostros, sino el reconocimiento de algo prohibido: desde el Valle de los Ecos, esferas de luz ascendían en un vals silencioso, burbujas de un océano primordial que arrastraba consigo los susurros de un tiempo roto. Eran demasiado perfectas para ser almas, demasiado cálidas para ser milagros.
—Esto… esto no es normal —la voz de Salazar, el Sabio Guardián, se quebró como un reloj de arena vacío. Sus dedos, surcados por las cicatrices de incontables rituales, temblaron ante el espectáculo. A su lado, Elyssia, cuya juventud era solo una ilusión grabada en carne mortal, no apartó los ojos del cielo. En su pupila se reflejaban las luces, pero también algo más profundo: el eco de una promesa hecha en otra realidad.
—Es naturaleza divina —respondió, y su voz fue tan leve como el aleteo de un pájaro atrapado en una tormenta—. ¿Ellos… lo lograron?
No hubo respuesta. Las luces descendieron sobre los campos sagrados, besando la tierra con la delicadeza de quien revive una flor marchita. Y entonces, como si el universo hubiera contenido el aliento hasta ese instante, los cuerpos emergieron de la nada.
José, Valeria, Nadia, Lisbeth, Renzo y Mika no regresaron. Se transformaron. Sus siluetas todavía guardaban la torpeza de lo humano, pero ahora eran criaturas de luz y sombra, de piel tejida con hilos de constelaciones. Sus ojos, pozos de estrellas giratorias, brillaban con la memoria de lo que habían sido y la certeza de lo que serían. Al respirar, el aire vibró alrededor de ellos, como si el mundo temiera romperse ante cada exhalación.
Elyssia cayó de rodillas. No por reverencia, sino por el peso de una verdad que atravesaba su pecho: aquellos seis jóvenes —a quienes había visto morir con sonrisas tranquilas— ahora llevaban en sus manos el latido de Aetheris.
Salazar, quien se encontraba junto al lugar donde los cuerpos inertes habían yacido segundos antes, pero ahora solo quedaba el rastro de luz quemada en la hierba, como ceniza de un fuego sagrado. Sus ojos, cargados de siglos de certidumbre, vacilaron al posarse sobre las figuras de los nuevos guardianes. ¿Eran ellos? ¿Eran realmente aquellos jóvenes que había visto desangrarse entre promesas y polvo?
—Bienvenidos… herederos del fuego y la tormenta —pronunció, y su voz, por primera vez en eras, tembló no por el peso de los años, sino por una alegría áspera, recién nacida. —Sois los primeros humanos en cruzar el umbral—.
Los jóvenes se miraron entre sí. Sus pupilas, ahora bordadas con destellos de algo más grande que la sangre, se buscaron en silencio. Lo sabían. Lo sentían en el hueso, en el filo de cada respiración: ya no solo eran criaturas de carne y hueso, sino algo intermedio entre el grito y el éxtasis.
Valeria fue la primera en romper el hechizo. Su voz, antes dulce y terrenal, ahora resonaba con un eco metálico, como si hablara desde el fondo de un pozo estelar:
—¿Y Lucas? —preguntó, y el nombre cortó el aire como un cuchillo.
Muy lejos, donde el cielo de Aetheris se inclinaba para besar un lago de cristal negro, Lucas se arrodillaba sobre la orilla, sus manos estaban aferradas a su costado. Allí, donde una herida mortal había sellado su destino, solo quedaba una cicatriz lisa, brillante como plata bajo la luna que comenzaba a desaparecer.
Frente a él, una mujer lo observaba. Caroline. Su cabello cobrizo ondeaba como llamas quietas, y sus ojos marrones —demasiado familiares, demasiado humanos— lo perforaban con una dulzura que dolía.
—¿Qué haces aquí? —la voz de Lucas se quebró. Recordaba las visitas fugaces de su infancia, el perfume a jazmín que dejaba en los pasillos, las risas que se esfumaban antes de que él pudiera alcanzarlas. —¿Dónde estamos? ¿Qué eres tú… realmente? —
Caroline sonrió. No era la sonrisa condescendiente de un adulto, sino la de alguien que ha esperado milenios para pronunciar una verdad.
—Has crecido mucho desde la última vez que te vi —susurró, y su mano, cálida y ligera como el alba, acarició su mejilla. —Y veo que tienes los ojos de tu padre—.
Lucas retrocedió. Cada músculo de su cuerpo gritaba que huyera, que aquella ternera era un disfraz de algo más profundo, más antiguo. Pero entonces Caroline lo abrazó, y el gesto lo paralizó. No era el abrazo de una tía lejana, sino el de alguien que conocía el peso de su sangre, el ritmo de su corazón antes de que él mismo lo escuchara.
—No tengas miedo —murmuró contra su pelo, y Lucas sintió cómo las palabras se hundían en su piel, como un juramento. —Ven. Tus amigos te esperan.
El camino de Aetheris brillaba bajo sus pies como un rastro de estrellas caídas. Lucas avanzaba junto a Caroline, sintiendo el peso de miradas invisibles que surgían entre las columnas de cristal de la ciudad. Cada paso resonaba diferente ahora —más ligero, más nítido—, como si su cuerpo recordara que ya no estaba hecho solo de carne, sino de algo que vibraba entre lo mortal y lo eterno.
Y entonces, el claro sagrado se abrió ante ellos.
—¡Lucas!
La voz de José estalló como un relámpago en el silencio, seguida por el eco de Nadia, cuyo grito se quebró entre lágrimas que no logró contener. Pero fue Valeria quien llegó primero. No corrió: apareció frente a él, como si la distancia entre ambos hubiera sido solo una ilusión que ella decidió borrar. Sus manos se aferraron a su rostro, y antes de que Lucas pudiera articular una palabra, sus labios se encontraron con los de ella en un beso que sabía a promesas rotas y batallas ganadas. No hubo necesidad de hablar; en ese instante, el sabor compartido de la sangre, el sudor y la luz selló lo que las palabras nunca podrían.
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Editado: 28.04.2025