Las últimas burbujas de luz se disolvieron en el aire como lágrimas de algún dios olvidado. Abajo, en los jardines de Luzval, las risas de los jóvenes resonaban entre las flores de plata que brotaban bajo sus pies, efímeras y brillantes como su nueva condición. El aire olía a eternidad recién nacida, a promesas cumplidas. Pero en lo alto de la Torre del Aliento Eterno, donde los vientos llevaban secretos de milenios, Salazar no podía unirse al júbilo.
Sus ojos, antiguos como las primeras constelaciones, recorrieron uno a uno los rostros transformados: Lucas, con su mirada ahora cargada de tormentas quietas; Valeria, cuyas manos irradiaban un fulgor dorado al moverse; José, Renzo, Nadia, Lisbeth y Thiago, cada uno llevando en sus siluetas la huella de lo divino entretejido con lo humano. Pero entonces, su mirada se deslizó más allá, hacia el vacío que los rodeaba. Un espacio donde debería haber otros.
—No están todos —murmuró, y sus palabras se convirtieron en escarcha al rozar el aire.
A su lado, Elyssia ajustó el manto de astros que le cubría los hombros. La tela ondeaba como si intentara escapar, llevándose consigo la pregunta que ambos temían formular.
—¿Los otros...? —susurró, aunque sus ojos plateados ya reflejaban la verdad.
Salazar apretó el báculo de ébano que llevaba sosteniendo mientras guiaba a los jóvenes.
—Solo trascendieron quienes incrustaron sus armas en el corazón —explicó, y cada palabra pesaba como un mundo—. Los que fundieron acero y alma en un último acto de fe. Los demás... se desvanecieron en la oscuridad entre los mundos.
Elyssia llevó una mano al pecho, donde una cicatriz invisible —la misma que todos los guardianes llevaban— palpitaba al recordar.
—¿Y Oswaldo? —preguntó, y el nombre resonó como un campanazo en el silencio—. Él también clavó su arma en su propio corazón.
El viento sagrado cesó por un instante. Salazar cerró los ojos, y en la penumbra de su mente, algo vibró. Lejano. Tenaz. Como el latido irregular de un guerrero que se niega a caer.
—No lo sé aún —admitió al fin, abriendo los ojos—. Pero su alma no se ha extinguido. En algún lugar, en alguna realidad... tal vez sigue combatiendo o se perdió en la oscuridad para siempre.
Pasado unos minutos, frente al Templo del Origen, cuyos muros de piedra viva, impregnados del eco de la primera palabra del Dios Absoluto, vibraban en sincronía con los pasos de los convocados. Salazar avanzó hacia el centro del círculo sagrado, donde los mosaicos del suelo narraban en lenguas olvidadas la creación de Aetheris. A su alrededor, las siluetas del Consejo de los Creadores emergían de las sombras: Laura, con su diadema de fragmentos de horizonte; Rhyael, cuyas manos aún chispeaban con el residuo del rayo eterno; y otros cuyos nombres eran sinónimos de eras completas.
—El experimento ha sido un éxito —anunció Salazar, y su voz no fue un sonido, sino una resonancia que se incrustó en los huesos de los presentes—. La fusión de alma y reliquia ha trascendido lo teórico.
Alzó las manos, y entre sus palmas brotó una esfera de luz pura. En su interior danzaban memorias ajenas: Lucas blandiendo su lanza en las calles de Marisal, Valeria invocando tormentas sobre París, Renzo desafiando al abismo en los desiertos del Límite. Imágenes imposibles, capturadas no por ojos mortales, sino por el propio latido de las reliquias.
—Pero hay un precio —continuó, y la esfera se oscureció como sangre secándose—. Las reliquias que les entregué ya no existen en este mundo. Se han vuelto parte de su esencia, tan inseparables como sus sombras. No podrán heredarse. No podrán replicarse.
Un susurro serpenteó entre los guardianes. Rhyael, cuyo rostro era un mapa de cicatrices dejadas por años de forjar lo imposible, fue el primero en romper el silencio:
—¿Entonces el proceso no puede repetirse?
Salazar golpeó el suelo con su báculo, y el templo entero tembló. Del impacto brotó una figura espectral: la imagen de sí mismo, pero anciano y encorvado, guiando a los jóvenes en su vida pasada.
—Puede repetirse —afirmó, mientras la proyección se desvanecía en motas de polvo dorado—. Pero esta vez... deberemos hacer algo diferente en estas armas.
Las runas ancestrales grabadas en el suelo del templo comenzaron a encenderse una tras otra, como estrellas despertando en un firmamento de piedra. Un brillo azulado se enroscó alrededor de los pies de Salazar mientras revelaba su nueva verdad:
—No necesitamos reliquias que se consuman al unirse al alma... sino que sobrevivan al vínculo —su voz resonó contra los muros del Templo del Origen, haciendo vibrar los jeroglíficos que narraban la creación del mundo. —Reliquias que puedan pasar de mano en mano, de generación en generación, sin perder su esencia—.
Un murmullo de asombro recorrió el círculo de guardianes. Laura, cuyos dedos aún conservaban las cicatrices de la guerra pasada en Aetheris, inclinó la cabeza:
—¿Y qué impedirá que estas nuevas reliquias se fusionen como las anteriores?
Salazar extendió sus manos. Sobre sus palmas flotó una llama dorada que todos reconocieron: el Fuego Primordial, la chispa que el Dios Absoluto había insuflado en sus creaciones al principio de los tiempos.
—Porque las impregnaremos con esto —declaró—. No serán simples armas, sino vasijas. Cada una llevará dentro un fragmento de nuestra propia esencia divina... aunque su materia sea terrenal.
Desde la entrada, oculta entre las sombras, Valeria contuvo el aliento. La luz del Fuego Primordial se reflejó en sus ojos, ahora marcados por constelaciones desconocidas, y sin poder resistirlo, dio un paso adelante:
—¿Y cómo sabremos quién es digno de empuñarlas? —su voz, ahora tintineante como cristal bajo la lluvia, cortó el aire.
Salazar la miró. En su expresión había orgullo por la guerrera en que se había convertido, pero también una pena antigua, como si ya vislumbrara el precio que todos pagarían.
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Editado: 11.05.2025