Donde Nacen los Dioses

CAPITULO IV: Bajo el Sol de Aetheris

El Campo de los Mil Ecos respiraba al unísono con sus habitantes. Aquí las leyes de la naturaleza no se quebraban, sino que improvisaban: las hojas no caían, sino que ejecutaban espirales perfectas antes de regresar a sus ramas; las rocas flotaban en patrones geométricos que revelaban ecuaciones sagradas; el cielo cambiaba de tonalidad - del añil al carmesí, al verde esmeralda - como si fuera la piel de un ser vivo respondiendo al ritmo de voluntades superiores. Este lugar no era un simple campo de entrenamiento, sino un crisol donde lo divino moldeaba lo mortal.

Los seis guardianes recién nacidos fueron separados en tríadas de poder complementario. José, con su fuerza bruta ahora imbuida de gracia celestial, y Gael, cuyos movimientos ya comenzaban a dejar estelas de luz azulada, entrenaban bajo la vigilancia de Zykar - un coloso cuyas cicatrices brillaban con el mismo tono rojo oscuro que daba nombre a la Era del Velo Carmesí que había sobrevivido.

Nadia y Lisbeth, ataviadas con túnicas que se movían como serpientes de humo, seguían las enseñanzas de Elion. Este maestro, delgado como una espada y con ojos que reflejaban múltiples realidades simultáneas, les enseñaba que el verdadero combate comenzaba en los espacios entre pensamientos. Sus lecciones ocurrían a media altura, sobre plataformas que desaparecían si dudaban.

Pero era el grupo de Valeria y Lucas el que atraía las miradas furtivas de los otros aprendices. Bajo la tutela de Kaela - una mujer que había derrotado legiones con solo el filo de su mirada gris - los dos jóvenes aprendían que el poder no era algo que se tomaba, sino que se negociaba con el propio ser. Cada movimiento de Kaela era una lección: cuando cruzaba los brazos, el aire se hacía más denso; cuando parpadeaba, las sombras se alargaban.

—¡Otra vez! — La voz de Kaela cortó el aire como un cuchillo. Lucas, con los brazos temblorosos y el torso brillando con runas recién manifestadas, lanzó un haz de energía dorada que perforó no uno, sino tres muros ilusorios antes de disiparse. A su lado, Valeria jadeaba, sus manos apoyadas en las rodillas goteaban sudor luminoso que caía al suelo donde brotaban pequeñas flores de cristal.

—¿Otra? — preguntó, alzando una mirada donde se mezclaban el cansancio y una determinación recién descubierta.

Kaela no respondió de inmediato. Con un gesto casi imperceptible, hizo que cuatro esferas de obsidiana surgieran del suelo, comenzando a girar alrededor de los exhaustos aprendices. —Hasta que fluya como el agua—, dijo finalmente, y en su voz no había crueldad, sino la terrible paciencia de quien sabe que el perfeccionamiento duele tanto como la herida que lo precede.

El ocaso en Aetheris pintaba el cielo con dos lunas gemelas que se reflejaban en las cascadas suspendidas, creando un juego de espejos líquidos. Cada jornada de entrenamiento dejaba los músculos temblorosos y las almas al borde del colapso, pero Lucas y Valeria habían descubierto un ritual sagrado: sus paseos nocturnos por las terrazas flotantes, donde el cansancio físico se transformaba en quietud espiritual.

Caminaban sobre una pasarela de cristal que crujía suavemente bajo sus pies, como si les recordara su peso mortal en ese reino de dioses. A su alrededor, las auroras boreales tejían silenciosamente sus velos de luz verde y violeta, iluminando las gotas de agua que flotaban en el aire como diamantes suspendidos.

—¿Sabes? —rompió el silencio Valeria, observando cómo la luz lunar jugaba en los pómulos de Lucas. —Me gusta verte así.

—¿Así cómo? —preguntó él, volviéndose hacia ella. El viento le despeinaba el cabello, revelando una cicatriz plateada en la sien que no había estado allí antes del entrenamiento.

—Más... libre. Como si por fin te hubieras quitado una armadura invisible —respondió Valeria, rozando sus dedos contra los de él. Un chisporroteo de energía dorada surgió en el punto de contacto, dibujando breves constelaciones efímeras entre sus manos.

Lucas miró hacia el horizonte, donde las torres de Luzval se alzaban como centinelas.

—Es este lugar —confesó con una media sonrisa que iluminó sus ojos más que cualquier luna. —La energía aquí no lucha contra mí. Fluye como si reconociera mi respiración, como si...

—Como si siempre hubiera sido tuya —terminó Valeria la frase, y en sus palabras no había envidia, sino una certeza tranquila.

Lucas no respondió. No hacía falta.

Esa noche, bajo un arcoíris nocturno que surgía de las cascadas, se encontraron en un jardín donde las flores se abrían al ritmo de sus latidos. No hubo prisa en su beso, ni la desesperación de quienes temen despedirse. Fue un encuentro de bocas que ya no necesitaban palabras, de manos que ya no temían su propio poder. A su alrededor, las flores de jade emitieron un suave resplandor, como si Aetheris misma bendijera ese momento perfecto y frágil.

Al día siguiente, el aire en el Campo de los Mil Ecos vibraba con energía residual cuando Lucas ejecutó la técnica de canalización. Sus manos trazaron un arco perfecto en el aire, y la energía dorada fluyó como un río domado, formando patrones geométricos que se mantuvieron suspendidos varios segundos antes de disiparse. Fue tan impecable que hasta Kaela —cuya expresión normalmente era tan móvil como una estatua— alzó ligeramente una ceja.

José, apoyado contra una roca mientras se ajustaba la venda ensangrentada en su bíceps, silbó admirativo. —¡Vaya, Lucas! ¿No serás un guardián encubierto entre nosotros?

Nadia, sentada en el suelo con las piernas cruzadas, soltó una carcajada mientras jugueteaba con un hilo de energía azul entre sus dedos. —¡No pues! ¡Así cualquiera puede!

Kaela, reclinada bajo las ramas de un árbol cuyas hojas exhalaban una luz plateada, murmuró sin pensar: —Bueno, es el hijo del Guardián Supremo. ¿Qué esperaban?

El silencio cayó sobre el grupo con el peso de una losa. Lisbeth fue la primera en reaccionar, frunciendo el ceño hasta juntar sus cejas rubias. —¿Perdón?




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